Había, probablemente aún haya, un entretenimiento para niños que consistía en ir uniendo una serie de puntos numerados para conformar una figura – un elefante, un payaso; lo que fuere. La edad a la que iba dirigido parecía inversamente proporcional al número de puntos, es decir, a la forma casi delineada por la cercanía de estos.
Cuando una abrumadora mayoría de corresponsales y periodistas en español abordan a Israel, parecen los diseñadores de aquellos divertimentos infantiles: no dejan nada librado al azar de la realidad, de la interpretación de su audiencia: el estado judío es soberanamente pérfido. Tanto, que sin cometer lo que se dice que perpetra, se porfía que así lo hace – puntos tras puntos que se fingen hechos. Tanto, que las pruebas, y todo ese incordio de verificaciones y contextos, devienen irrelevantes – cuando no, directamente, en las “evidencias” del “crimen”, del intento por ocultarlo o justificarlo.
Así, a manera de puntos numerados para que el lector componga la conclusión apropiada, se repiten acusaciones como si fueran sucesos reales: “apartheid”, “genocidio”, “limpieza étnica”, “colonialismo”. Una y otra vez, las etiquetas. Sin importar el orden en que se pronuncien o impriman, porque aquí todos los “puntos” son el mismo: origen y destino; como las obsesiones. Como los prejuicios.
En realidad, empieza y termina en el fanático, en el adepto. Nada dicen de lo que simulan decir, sino de sí mismos, de los intereses a los que responden – voluntaria o inconscientemente -, del objetivo que persiguen: el fin del estado judío (genocidio, limpieza étnica) para instalar una continuidad, una uniformidad árabe-islámica (un apartheid) porque la región es un waqf “que se dio a todas las generaciones de musulmanes hasta el día de la resurrección” y que, en este respecto, “esta tierra es igual que cualquier otra que los musulmanes han conquistado por la fuerza, porque los musulmanes la consagraron en el tiempo de la conquista como una dotación religiosa para todas las generaciones de musulmanes…”, como dice la carta fundacional de Hamás, o, si se prefiere en los términos de “moderada” la carta de la OLP, tal como indica en su primer y segundo artículos, porque “Palestina es la patria del pueblo árabe palestino; es una parte indivisible de la patria árabe, y el pueblo palestino es una parte integral de la nación árabe” (imperialismo, colonialismo).
Cada vez más, el dibujo que pretenden que obtengan sus audiencias, se parece menos al engaño que quien imponer que a la realidad que intentan tapar. Progresivamente, ellos mismos se parecen cada vez más a quienes obedecen o a quienes los utilizan. Cuando se tiene poco más que la fijación y el embuste con que se cree poder taparla indefinidamente, es ineludible que se termine por descubrir la naturaleza que motiva las declaraciones, los posicionamientos. Sobre todo, cuando el personaje que se presenta se ve a la luz de otras circunstancias: entonces, contradicciones en que entra la personalidad supuesta desgastan o rompen el encantamiento.
Los últimos en enterarse de ello son los que no se quieren enterar – porque el mensaje engarza perfectamente con sus prejuicios -; los que no pueden – cuestiones mercantilistas, de comodidad, de mediocridad compartida (por ejemplo, aquellos medios que se prestan a ser plataforma de tales operaciones de propaganda). Y los que, por la razón que sea, son incapaces de salir de ese cerco de desinformación y culpabilización moral. Quizás, justamente, debido a la efectividad de esta última herramienta utilizada para atacar (y atar), sin más elementos que la propia acusación, lo más íntimo de las personas: un inhibidor de la voluntad, un promotor de la inseguridad del sí mismo.
Y, a todo esto, la noticia ya ni siquiera es una excusa para la “narrativa”. Si no hay hecho al que darle un aspecto, un sentido favorable al mensaje ya elaborado, pues se inventa, se escenifica un evento, o se dota de magnitud e importancia a lo mínimo y anecdótico. Porque, después de todo, la historia en sí ha terminado por ser el propio reportero o la “preocupada” ONG: su postura sobre tal o cual asunto; su elevado e infalible juicio. El altavoz es, a su vez, el contenido; una suerte de póster que interactúa a través del medio para el que trabaje o con el que colabore, y de las redes sociales. Cuanto más conocido en su faceta “profesional”, más seguido digitalmente y cuanto más renombre, más óptimo será para desarrollar la labor de activista a la que se supedita lo demás.
En el proceso, han sido disminuidas la realidad y la verdad a meras utopías de una creencia superada – “todo es relativo… relativo a lo que dictamos, lo que promovemos”. La cuestión es que, lo que parecía que podía limitarse a Israel y al conflicto árabe-israelí – a los judíos, vamos -, ha terminado por alcanzar cada rincón de las redacciones que han tolerado estas prácticas ideológicas.