Una frase de Ludwig Feuerbach, del prefacio a la segunda edición de su Esencia del cristianismo (citada por Guy Debord en La sociedad del espectáculo) describe como pocas, al movimiento pro-palestino; vamos, anti-israelí – la “cobertura” pseudo-informativa, el afecto y la empatía hacia los palestinos se agota en cuanto los sucesos que los tienen como actores no pueden ser vinculados al conflicto con Israel. Pero no sólo anti-israelíes, sino anti-occidentales.
Pero vamos de una vez al enunciado en cuestión, que dice que “[anti-israelíes y anti-occidentales]… prefiere[n] la imagen a la cosa, … la representación a la realidad, la apariencia al ser… Lo que es sagrado para [ellos] no es sino la ilusión, … aquello que es profano es la verdad. Más aún, lo sagrado se engrandece a sus ojos a medida que decrece la verdad y que la ilusión crece…”. Lo sagrado, en definitiva, es su “moral” masajeada a través de la “indignación” e “inquietud” invocadas a través de esos simulacros.
La radicalidad del rechazo al estado judío, a los valores occidentales, requiere que la realidad sea, pues, suplantada por una pantomima (el espectáculo de su “superioridad moral”) que se ajuste a las necesidades del delirio colectivo: se precisan pérfidos molinos de colores contra los que ha de movilizarse el público y actuar en consecuencia: repudiar su cultura, repudiarse a sí mismo.
Así, parafraseando a Guy Debord (La sociedad del espectáculo) – coincidiendo exclusivamente en la combinación particular de ciertos términos – “la realidad considerada parcialmente se despliega en su propia unidad general en tanto que pseudo mundo aparte”, que sirve como “instrumento de unificación”; y, cabe agregar, de auto-justificación u exoneración, porque es, ante todo, una falsificación de la moral, del llamado sentido común, de la conciencia, que se erige en cosmovisión – en motivación y prueba de sí misma.
Así, en el mundo invertido o falseado, “lo verdadero es un momento de lo falso”. Es decir, en esa fabricación, Hamás, Hizbulá, el régimen de los ayatolás, los hutíes, Catar, China, Turquía o Venezuela, entre otros, son elevados a ejemplo “moral” de una suerte de “resistencia al capitalismo”, al “colonialismo”; de modo que las campañas y escenificaciones destinadas a elevarlos a tal altura, o a evitarles los inconvenientes que sus fines reales suponen al marketing de sus imágenes deformadas, invariablemente deberán recurrir, en definitiva, a todos los elementos que niegan aquellos valores que se dicen defender: en resumen, a la negación de sí.
Así, se pretende que cada occidental que se precie de honorable, empático, demócrata sensible, inteligente, inclusivo, debe colocarse detrás de la bandera palestina, de su “causa”, la vedette noticiosa; es decir, el cotizado envase de la moralina por donde el islamismo cuela su discurso en forma de brillantina que, en cuanto se asiente, se hará sharía implacable. El espectáculo no es como los varietés a los que uno está acostumbrado: es el juego ese de las sillas en el que, en cuanto la música para, sólo gana el que pone la música, con la complicidad carcajeada de quienes van perdiendo – y que son un stock de obediencia, de número. Al final, sólo ganan los ayatolás, el partido comunista chino, Putin, Erdogán, el wahabismo, el salafismo. No, no es islamofobia, es sólo una crónica anunciada.
“Morales” – pero no de Evo, o sí…
El aspecto “moral” de la ecuación es central. No tanto para generar apoyos, como para forzar silencios, sumisiones: la “aceptación beata” o la espiral de silencio. De ahí que los eslóganes, esos remedos de argumento, comiencen por la definición negativamente absoluta del “otro”, que exige la aceptación pasiva y que reclama para sí el monopolio de la apariencia y de la moral.
Para alcanzar este objetivo, es preciso recurrir a la propaganda, que encuentra en la tenue frontera entre lo que es innato y lo que se controla culturalmente, siguiendo a Clifford Geertz (The interpretation of cultures), una región porosa para ingresar. No en vano, el propio Geertz indicaba que “nuestras ideas, nuestros valores, nuestros actos, incluso nuestras emociones, son… productos culturales fabricados a partir de tendencias, capacidades y disposiciones con las que nacemos”. La propaganda trabaja en ese terreno.
Y el camino más corto, o más efectivo, que encuentra la propaganda para degradar las sociedades occidentales es, por un lado, hacerles creer que son en realidad un reflejo pervertido, caricaturizado, de sí mismas, de su pasado, y volver sus propios valores contra sí. Poco hubo que hacer: muchos inescrupulosos, mediocres y mercenarios del aplauso a espuertas había en esas mismas sociedades para representar los papeles asignados; mientras bastaba con un travestismo de la moral y de la sensiblería para utilizarlas como el sebo para que su domesticada estupidez se trasformara en consenso, en coartada: en el producto – el artefacto “hombre consensual” u “hombre asentimiento u obediente” – que tantos medios ‘venden’ a sus verdaderos clientes.
Así, ya cualquier barbaridad puede pasar a través de la ventana abierta de par en par de Overton. Lo impensable se vuelve en cotidianeidad aceptada, aplaudida: teocracias y dictaduras resultan populares, progresistas, íntegras. Sobre todo, porque, como apuntaba Debord, “allí donde el mundo real se transforma en simples imágenes, las simples imágenes se convierten en seres reales, motivaciones eficientes de un comportamiento hipnótico”. Y esa representación, mediada por las agendas de los medios y sus profesionales, organizaciones no gubernamentales, entes internacionales, termina por superar – repetición moralizante y silencios oportunos – a la realidad. Sólo queda la escenificación y el irreversible vínculo hecho de temor y obediencia envueltos en los afeites de la solidaridad y la recta indignación: con sus happenings de odio que adiestran a participar del no-ser-individualmente.
Pocas voces
Si a esta propaganda totalitaria le sobran los portavoces, los titiriteros y los festejantes – amén de la caterva bobalicona de seguidores -; quienes advierten de esta realidad son muchos menos y, quizás, mucho menos expresivos. Voceros “legitimados” por los propios medios que les prestan el espacio y su audiencia, y hasta por instituciones socavadas por esa misma labor activista.
Acaso la promoción de regímenes totalitarios se beneficie del temor a esos mismos gobiernos y grupos; o quizás los incentivos inmediatos sean más estimulantes. Es probable que esos incentivos faciliten los medios para hacer que el mensaje sea superabundante y que parezca representar una opinión (no, más que eso, una “verdad”) unánime, y ello resulte en el recelo de las voces y argumentos discordantes.
Como sea, al número de altavoces y la redundancia fácil con que cuenta la propaganda, se le opone un número notoriamente menor, y probablemente menos enérgico, de críticos. Además, la propaganda cuenta con una notoria ventaja: dice, y no precisa demostrar; en la ilusión de “consenso” se funda en la mera enunciación de un término, símbolo, eslogan, y en el silencio forzado de buena parte del público. Desmentirla, requiere de tiempo, investigación, verificación, documentación y contextualización. Cuando, como suele decirse, la mentira dio la vuelta a la audiencia varias veces, su refutación aún duerme.
Occidente parece dormir mientras mira como lejana la campaña mediática y cultural contra Israel del islamismo. Como si no fuese con ellos. Como si esos pogromos alla Amsterdam en Europa y Estados Unidos, la paralización de las universidades por los “hooligans académicos”; es decir, esas muestras de violencia totalitaria, que junto con las demostraciones practicantes públicas, parecen como de anticipos de ley religiosa; como si todo ello, se decía, no fuese con occidente. Es allí, precisamente, donde la batalla cultural – en tanto y en cuanto, y con Geertz, la cultura se ve mejor como un conjunto de mecanismos de control para regir el comportamiento – se está desarrollando. Instalando los acatamientos, las turbas, los códigos nuevos.