Si algo ha patentizado el día después del atroz ataque genocida del grupo terrorista palestino Hamás contra Israel, es la utilidad que representan para tales grupos, y quienes están de atrás, con una agenda más amplia de expansionismo, los “periodistas” afines, los desnortados, y también los habrá con predisposición pecuniaria.
Ninguna novedad en esta práctica. Como tampoco la hay en el pueblo que resulta ser el elemento central de la propaganda.
Un provecho que se entiende bien mediante una explicación biológica. Richard Dawkins (Viruses of the Mind), que explicaba que en poco más, aparte de la manera de asegurarse la continuidad, se diferencian el ADN parasitario del ADN “legítimo”, advertía que un virus, o cualquier tipo de replicador parasitario, precisa de un medio favorable, y que las dos cualidades que hacen que la maquinaria celular sea tan propia para el ADN parasitario, son, en primer lugar, la disposición a replicar la información con precisión, quizás con algunos errores que posteriormente se reproducen con precisión; y, en segundo lugar, la disposición a obedecer las instrucciones codificadas en la información así replicada.
El “periodismo activista” – que gusta denominarse “periodismo comprometido”; claro que no dicen con qué ni con quiénes -, el llamado en el pasado “agente de influencia”, actúa como el periodista que verdaderamente realiza su trabajo de comunicador, comparte con él medios de comunicación legítimos, muchas veces, incluso de renombre; es decir, cuenta con un medio favorable y una buena disponibilidad para replicar lo que produce. Y ello, sin mayor inconveniente a la hora de hacerlo. Sólo que se trata de un producto que, si bien parte básicamente del mismo material del que lo hace el periodismo “auténtico”, es totalmente otro: propaganda. Esto es, material que ha pasado por un proceso de autocensura de aquello que disminuye el mensaje o que compromete a quien apoya el “agente”; que ha sido adulterado, que carece de contexto y, por supuesto, de cualquier atisbo de verificación, y que, muchas veces, porta consigo fabricaciones lisas y llanas, amén del germen del prejuicio.
Dawkins apuntaba, a su vez, que, de la misma manera en que los virus informáticos son difíciles de detectar, los “virus de la mente” lo son igualmente para sus víctimas. Y mencionaba algunos signos a los que uno debería estar atento para saber si se está bajo el influjo de tales “informadores”; para conocer, en definitiva, el grado de su independencia reflexión. Entre los mismos mencionaba:
- “El afectado suele sentirse impulsado por una profunda convicción interior de que algo es cierto, o correcto, o virtuoso: una convicción que no parece deber nada a la evidencia o a la razón, pero que, sin embargo, siente como totalmente imperiosa y convincente”.
- “Los afectados suelen hacer de la fe una virtud positiva por ser fuerte e inquebrantable, a pesar de no estar fundada en pruebas. … Una vez que la proposición es creída, automáticamente socava la oposición a sí misma”.
Acaso, más que síntomas del padecimiento en sí, sean una guía (véase también a Carl Sagan) para leer a esos “periodistas”: ¿Qué fuentes aportan, realmente? ¿Están comprometidas? ¿Qué lenguaje utiliza?; o puesto de otra manera, ¿quiere que el lector se predisponga, sienta, de una manera determinada? – ¿que interprete desde la emoción? ¿Se ofrece de alguna manera ser parte de una identidad “moralmente superior”?
Está todo allí. Sobre todo, en sus cuentas personales de redes sociales. Allí, las máscaras se caen mucho antes que en el diario. Cuestión de inercia. De crecerse en la fabulita que se han contado a sí mismos. Vale la pena el ejercicio. Pero con mesura, tampoco es cuestión de atracarse de vulgaridad, vitriolo y redundancia hueca.