“Mientras creí posible el movimiento, se produjo; pero después de descubrir la causa no pude reproducirlo”, Michel Chevreul
Y es que crear una “realidad” paralela o superpuesta (o en lugar de la auténtica, más bien) precisa, más allá de las falsificaciones y las exageraciones asociadas, de mucho ocultamiento selectivo; es decir, censura.
Esto lo realizan los profesionales de la información como si se dedicaran – creyendo, unos; cínicamente, otros – a las ilusiones paranormales, valiéndose de algo similar al efecto ideomotor para conducir la perspectiva de la audiencia, su opinión, hacia un punto determinado del espectro ideológico, de la gama de perjuicios.
El efecto ideomotor se refiere a la influencia de la sugestión o la expectativa en el comportamiento motor inconsciente. Un poco como la audiencia ante el material que ofrece una mayoría cada vez más completa de medios: la expectativa de un desprecio añejo o la sugestión de una opinión que se parezca cada vez más precisamente a ese aborrecimiento. De manera que, tal como si tratara de un grupo de personas alrededor del mentidero de una Ouija, el medio o el periodista insinúa, conduce, el movimiento de los puntos de vista del resto. El resultado: como siempre, sólo se evidencia lo que todos ya “sabían” – creían, “pensaban”.
Tal como sucede con toda superchería, con todo engaño alegremente aceptado; como ocurre con toda seducción de lo fácil, como el manido recurso a las conspiraciones y males exorbitantes – que implican consecuentemente una nobleza de igual magnitud de quien pretendidamente los padece, los denuncia –, se atribuyen las causas de esta práctica a fuerzas externas, reales, existentes: es la inmensa maldad israelí (judía, vamos), la que hace que el periodista escriba lo que escribe una y otra vez; es decir, no se trata de ningún prejuicio, ninguna postura ideológica, ninguna parcialidad preexistente. “No sólo insisten los proponentes de que la causa es externa, sino que tienden a verse a sí mismos como salvadores revolucionarios de la humanidad”, decía el Dr. Ray Hyman. Con lo que, si usted no cree, no acepta el dictamen que es siempre moral, pues será, como mínimo, indigno.
Una vez convencida la audiencia – y más de un periodista – de que su opinión, su visión, “funciona”, como decía Hyman, “entonces los prejuicios psicológicos … autocomplacientes sirven para proteger el sistema de creencias de la falsificación”.
Como sobre el tablero de la ouija, mueven entonces los profesionales de la “información” sus manos para borrar, distorsionar hechos, suplantar unos datos por otros, apócrifos; para hacer decir a la realidad lo que quieren que diga, convenciendo en el proceso a la incauta e impresionable audiencia no sólo de la validez de este engaño, sino de la propia preeminencia moral y del incontestable conocimiento del ejecutante. De la misma manera que los nigromantes o los espiritistas; tal como los estafadores.
Los hechos, así, no son más que un instrumento, como el puntero móvil de la ouija. Y ni siquiera. Casi más como un disparador maleable que sirve para conducir la “séance informativa”: un performance en el que la pretensión de (oscura) realidad, de lección (cínica) moral, supera a la parte lúdica, al afán de entretenimiento. Y es que, los sentimientos que se renuevan, que se alientan desde las crónicas, no tienen nada de juego.
Perdido hace tiempo el propósito informativo – ni siquiera resta el fingimiento, el disimulo -, ya tampoco le queda a la cobertura en español de este conflicto la excusa de ser una forma de pasatiempo, de cotidiana representación de un interés cosmopolita frente al café con leche matutino. Es una larga y triste sesión de propaganda, de chapucero recauchutado de un odio que a esta altura parece, nuevamente, no necesitar tales apaños.