Contaba Heródoto que el rey de Lidia, afecto a alardear y exhibir la belleza de su mujer a espaldas de esta, llevó una vez al guardia Giges a que “viera para creer” mientras la reina se preparaba para dormir. La mujer, que ya conocía bien a su esposo, hizo de cuenta que no se enteraba del infame voyerismo, mas, a la mañana siguiente mandó a llamar a Giges y le dijo que o mataba a su marido y se casaba con ella para reinar, o ella mandará a matar al guardia inmediatamente. Candaules, que así se llamaba el soberano, fue asesinado.
Pero esta muerte condujo a una crisis de legitimidad: los lidios entienden que debe suceder al rey algún miembro de esa dinastía. Entonces Giges, acuciado, propone que el oráculo se pronuncie – mientras tanto, se dedicaba a enviarle suntuosos regalos, u ofrendas, o incentivos, si se quiere; vamos, sobornos para que el oráculo aprobara su reinado. Y así lo hizo. Al menos, hasta la quinta generación llegaría tal beneplácito– que no es poco.
La historia está plagada de instantes como este, en los que quienes dicen o quieren tener razón recurren a instancias superiores para validar esa pretendida certeza. Y poco importa la verdad o falsedad del dictamen que efectúe tal jerarquía, en qué se funde este, si no, por el contrario, lo que vale es el mero hecho de que lo pronuncie.
Los correveidiles del régimen iraní y del catarí se dirigieron prestos a la corte penal internacional, a la ONU y a cuanta agencia internacional haya, rebajados estos entes a una suerte de burocracias de legitimación de las afirmaciones ideológicas, de las estrategias de sofoco propagandístico, mediante el recurso del mero decir, de enturbiar lo claro y de prever desgracias planetarias si no se les hace el debido caso.
Por su parte, los corresponsales que se dicen o fingen ser tales, pero que no disimulan las oscuras filias que los llevan a transformarse en los mimos retóricos de grupos terroristas islamistas, de dictaduras misóginas y corruptas; se convierten igualmente en meros artefactos de validación de estas brutales satrapías.
Y en occidente, especialmente en los autoproclamados círculos intelectuales, artísticos, académicos, bailan, chillan y ensayan sus violencias “justas”, por la “paz” y la “humanidad” y la “diversidad”, estimándose moralmente superiores, eruditos del hoy y el ayer, visionarios impecables; seguros de su imprescindibilidad, de la astucia de su razón, de que sus palabras ya no sólo nombran la verdad, sino que la crean, la dictan. Y en realidad andan, los tontos, a control remoto, creyendo que participan en un happening ecuánime e impecable, sin darse cuenta de que en realidad giran en torno a la pira ideológica que aguarda, ineludible, por ellos.
No habrá entonces ni ONU con sus variadas siglas accesorias y cínicas (hoy, en el mejor de los casos, la inútil UNIFIL), ni corte internacional, ni Amnistía Internacional, ni Human Rights Watch, ni “periodismo comprometido”, ni nada. Hace tiempo que estas marcas no representan, ni fingen siquiera hacerlo, lo que alguna vez tuvieron la intención de proteger, e incluso, llegaron a hacerlo. Son ahora envases que aún sirven a los más fuertes, o al conjunto de los farsantes, los inescrupulosos, o quienes tienen algo sustancioso que ofrecer a cambio de esa servidumbre. La legitimidad prescindirá de esos intermediarios. Acaso surjan otros. A saber. Pero lo que está claro es que nadie consultará a los imbéciles útiles contemporáneos. Ni siquiera a esos agentes de influencia voluntarios o remunerados con una gaseosa, un emparedado y la palmotada del matón. Después de todo, y como se le adjudica a Julio César, se ama la traición, pero no al traidor.