“…el entendimiento presta su asentimiento no porque esté movido suficientemente por el propio objeto, sino porque, tras una elección, se inclina voluntariamente por una de las partes con preferencia sobre la otra. Si presta ese asentimiento con duda y miedo por la posibilidad de que la otra parte sea la alternativa verdadera, da lugar a opinión”, Tomás de Aquino, Suma de teología, (S.T), II-II, q. 1, a. 4.
Mas, ya no sólo se trata de una opinión “contrabandeada” como noticia, sino que trasciende del juicio de valor hacia la “adecuación” de los hechos de los que supuestamente se está dando cuenta (ya sea priorizando sesgadamente a unos actores sobre otros, omitiendo información, alterándola, ocultándola; escamoteando contexto, adulterando historia; no contrastando o verificando la información, e incluso inventando, etc.).
En su Interpersonal Deception Theory, J. K. Burgoon y D. B. Buller distinguen tres variedades de engaño basadas en siete rasgos diferenciadores: cantidad y suficiencia de la información, el grado de veracidad, claridad, pertinencia, propiedad e intención. Los tipos son: falsificación (mentir o describir ‘la realidad preferida’), ocultamiento (omitir hechos materiales) y ambigüedad (esquivar, rodear las cuestiones cambiando de tema u ofreciendo respuestas indirectas).
S. Metts (An exploratory investigation of deception in close relationships) también nombra tres tipos básicos de de mentira: falsificación (afirmar información en contradicción con la información veraz o negar explícitamente la validez de la información veraz), distorsión (manipulación de la información veraz a través de la exageración, minimización y ambigüedad, de manera que un oyente no sepa todos los aspectos relevantes de la verdad o que lógicamente malinterprete la información proporcionada) y omisión (retener toda referencia a la información relevante).
H. D. o ‘ Hair y M. J. Cody (Deception): su taxonomía de cinco niveles de actos engañosos incluye: ‘mentiras, actos directos de fabricación; evasión, redirigir la comunicación de temas delicados; ocultamiento, ocultar o enmascarar verdaderos sentimientos o emociones; exageración, exageración o magnificación de los hechos; y connivencia, donde el engañador y el objetivo cooperan para permitir que tenga lugar el engaño”.
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Y, continuaba, dicendo que puesto que la opinión versa sobre una proposición aparentemente verdadera, lo que mueve a la voluntad a asentir a una proposición incierta es, precisamente, su verosimilitud. Lo que aparece como verosímil a la razón – explicaba -, la voluntad hace que ella lo asuma como verdadero. “La voluntad ve en la verdad un bien, y por eso se inclina a asentir aquello que se asimila a la verdad… Sin una ‘voluntad de verdad’, la verosimilitud es irrelevante y la opinión deja de existir, dando lugar a la ‘fantasía subjetiva’”.
Y en el caso de este conflicto, parece haberse asumido como verdaderas o válidas, aquellas circunstancias que permiten rotular a Israel como culpable/responsable único.
Así, en este caso, quien asuma esta posición, obtendría un beneficio inmediato: vería su propia imagen prestigiada. A fin de cuentas, cuando la condición de víctima es exagerada o magnificada (o, incluso, impostada – recientemente se han visto numerosos ejemplos en los que el agresor palestino era presentado como “víctima” o disimulado entre las mismas) hasta convertirla en una suerte de arquetipo de la víctima – en detrimento de las numerosas víctimas de otros conflictos y realialidades -, quien les da voz y se manifiesta por ellas (quien las “defiende”), sería, en definitiva, un arquetipo del ser-moral, de la dignidad.
De esta guisa, la búsqueda de verdad parece devenir irrelevante. Tal es así, que el hecho se termina por acomodar a los propios intereses (acaso, principalmente, movidos justamente por egos y autoafirmaciones: la figura del “periodista moral, humanitario”, un “héroe de tinta y papel”).
El producto es esa “fantasía subjetiva” (y no opinión – factible de ser cambiada) que se mencionaba anteriormente, en la que a las afirmaciones y acusaciones palestinas se les otorga un valor casi automático de verdad; y a las israelíes, como mínimo, uno de duda, de sospecha.
El académico brasileño afirmaba también que la opinión es una proposición a la que le es atribuida autoridad – que reclama creencia, confianza y fidelidad; contrariamente a la demostración, que genera certeza – o sea, la adhesión a ella es debida a su confiabilidad, y no a su demostrabilidad. De esta manera, la apariencia de verdad de la proposición se torna digna de confianza como expresión de cómo las cosas son.
“Un acto de voluntad es necesario para cubrir el hiato existente entre la verosimilitud y la verdad. La duda es superada por una decisión que asume lo verosímil como lo verdadero. … Aquello que apenas aparece como verdadero, por un acto de voluntad es afirmado como verdadero y autorizado por la voluntad”, sintetizaba Barzotto.
En el caso que nos compete, siglos y siglos de enquistado antisemitismo siguen brindando un sustrato feraz: “piensa mal (muy mal) de los judíos” y acertarás, parece ser el dictum subyacente.
Sobre esos siglos, años y años de una cobertura mediática mayormente sesgada; que ha repetido hasta el cansancio que los “palestinos son las víctimas”, los “israelíes los opresores”; que el “responsable del conflicto (que es “el gran conflicto mundial”)” es Israel; y que la historia no tiene validez, sólo el imaginario que se ha creado en torno a esta cuestión.
La moral, según estos periodistas parece ser – inevitable e implíctamente – relativa. En consecuencia, los palestinos son eximidos de responsabilidades y culpabilidades: es decir, son sujetos que operarían en otro “territorio moral” inabordable para los valores occidentales.
Así, la corrupción rampante y sistemática del liderazgo palestino – que juega un papel preponderante y negativo en la economía palestina -; o la incitación al odio y la violencia (especialmente la dirigida a los niños y a la juventud); las decisiones (entre ellas, el recurso al terrorismo) que han resultado o contrubuido a la irresolución del conflicto, son silenciados; es decir, son son hechos desparecidos. La consecuencia es que, evidentemente, toda “explicación” subsiguiente del conflicto conduce a un mismo y único sujeto, un mismo y único “culpable” cuya “maldad” ha de ser absoluta (es decir, es el símbolo de los “males mundiales”); un sujeto que es, precisa y necesariamente, la imagen contraria de la “palestininidad” pretendida (casi una suerte de “infancia” inocente e inimputable, a la que se le perdona (justifica) – y hasta festjea – todo; y a la que, como niños consentidos, se le premian también las faltas).
El eminente filósofo argentino Mario Bunge (A la caza de la realidad) suscribía a la idea de que hay hechos morales y, por ende, verdades morales – lo que presupone que hay verdades morales que son tan fácticas como las verdades de la física, la biología o la historia. Pero, a diferencia de estas últimas verdades, las verdades morales son contextuales, situacionales o relativas (no en el sentido relativista). Mas, explicaba Bunge, esta dependencia del contexto no es absoluta:
Pero no no sólo el relativismo moral ni esa suerte de “egocentrismo profesinal y moral” explican las decisiones que van degradando lo periodístico.
Precisamente, una pregunta queda flotando… ¿Cuál habrá sido el motor inicial de esta práctica; la limpieza de una imagen (la de los líderes palestinos y su “causa”) o el enchastrado de otra (la israelí)?
Una implica necesariamente la otra; pero el orden, en este caso, altera sustancialmente el producto.