Falsificado periodismo, audiencias entregadas

En la Francia del siglo XIX hubo un estafador y falsificador que alcanzó cierta fama, acaso no tanto por la calidad de su trabajo, sino, antes bien, por el papanatismo de su audiencia. En particular, de una de sus víctimas: el matemático Michel Chasles, al que le vendió miles de documentos y cartas falsificadas. Entre otras misivas, le encajó al crédulo voluntarioso Chasles textos “originales” de Julio César, María Magdalena, Cleopatra… todos en francés; como los miles de falsificaciones que le vendió.

No poco parecido se entrevé entre cierta audiencia de medios de comunicación. Específicamente, aquella de la “cobertura” de Israel y el conflicto árabe-israelí. “Compra” este público unas adulteraciones hinchadas de eslóganes y adjetivos trillados que parecen salidas de la cocina soviética de propaganda. Al menos, la receta se le parece mucho. Algún ingrediente que no se conseguía en los economatos comunistas, acaso se haya agregado.

El nombre del estafador aquel del siglo XIX es conocido. Denis Vrain-Lucas. Quienes van por los medios repitiendo los embustes de Hamás, Hizbulá, Catar, el régimen de los ayatolás, el de Ankara, y las ONG y los entes que esta ideología totalitaria y supremacista controlan, también tienen nombres conocidos. Deambulan notoriamente, por su impacto, por medios como Efe, El País, RTVE, ABC, El Mundo, La Sexta, y tantos otros, con la etiqueta “periodistas” o “expertos” – muchos de ellos, probablemente ni siquiera sabiendo que el trabajo que realizan beneficia al islamismo -, a modo de carta blanca, dirigiendo, como prescribía la formulación soviética, las actitudes políticas y los ‘elevados compromisos morales’ del público.

Ni siquiera precisan estos embusteros la creatividad y laboriosidad de don Denis. El molde de la propaganda ya fue elaborado alrededor de un siglo atrás. Y si no, véase este párrafo en el que Stephen Koch (Double Lives) explicaba una de las estrategias aplicadas:

“Los compañeros de viaje [adeptos] necesitaban creer también que su estalinismo era una parte indispensable de su propia integridad, una clave para el funcionamiento de su inteligencia y para la práctica de sus artes. Necesitaban creer. Para que esto sucediera, el aparato tenía que apoderarse de las reivindicaciones morales más destacadas de la cultura adversaria de la que surgieron casi todas estas personas, y hacerlas suyas. Si los estadounidenses de la cultura adversaria comprendían que la opresión de los negros era el gran crimen institucionalizado de la sociedad, el estalinismo tomaría la más alta de las posiciones en la «cuestión de color». No importaba que Stalin gobernara un país donde una parte significativa de la población languidecía en campos de trabajo de esclavos”.

Donde dice estalinismo, dígase islamismo, o totalitarismos orientales, si se prefiere. Donde dice “cuestión de color”, póngase “colonialismo/apartheid” (aderécelo con “genocidio”, entre otros). Sin importar el trato de el régimen de Teherán a sus mujeres y opositores, el patrocinio del terrorismo y su ansia expansionista; sin importar que Catar haya utilizado mano de obra esclava para construir la infraestructura para el Mundial 2022, ni que financie a grupos terroristas. Ni que Turquía persiga a la oposición, a los kurdos o interfiera en los asuntos sirios. Ni el trato a los homosexuales en la mayoría de estos países. Y a los cristianos. Nada de ello importa. Tampoco los campos de concentración para los uigures en China. El adversario, es decir, el “mal”, tiene, pues, que, no sólo fabricarse, sino sobredimensionarse para tragarse tanta porquería. Y aún más, hay que decir que tiene buen gusto y que su digestión favorece al cuerpo social.

En eso andan los hiperbólicos difusores, amplificadores, convalidadores – voluntarios o inconscientes; aunque siempre voluntariosos –, tantas ONG de “derechos humanos”, la bochornosa ONU y su miríada de disciplinadas agencias, y otros entes internacionales. Callando por una comisura de la boca; vociferando por la opuesta.

El efecto de estas fachadas, parafraseando al autor recién citado, es el de vincular al islamismo (y al totalitarismo chino, en menor medida) a las verdades evidentes de una determinada cultura adversaria, y hacer que ese islamismo se perciba como indispensable para una vida ilustrada y moralmente superior. “El papel de esto en la ‘negación interior’ podía ser muy potente. Podría ser adictivo”. Casi un sustituto de la fe religiosa, que, operando en la sombra de la razón, solidifica la necesaria otredad.

Entregándose a estas prácticas, muchos medios cesan, en ese acto de rendición profesional, de responsabilidad con su audiencia, de ser tales. Porque, ¿pueden seguir disfrutando del mismo estatus quienes se dedican a la propaganda, sea cual sea la extensión y el signo de la misma?

Quien tolera, apaña la existencia sistemática de propaganda totalitaria y terrorista en sus páginas o segmentos, legitimándolas con el formato de noticia, de información, ya no puede ser considerado un medio tradicional. La obcecada repetición desmiente cualquier excusa que aluda a la negligencia, a la equivocación. Máxime cuando se le ha hecho saber en repetidas ocasiones a los distintos medios de la existencia de tales “errores”, de las conspicuas omisiones, del contexto pobre, cuando no inexistente; en fin, del cojo abordaje informativo.

La reiteración obstinada del “error”, sugiere, pues, que no hay tal error sino la resolución consciente de intervenir sobre la realidad para presentarla da manera favorable a unos intereses y fines muy concretos, a una idea preestablecida. Dirigiendo, como ya se indicara, las actitudes políticas y emocionales del público: en criollo, manipulando y desinformando.

En sus Meditaciones, e interrogándose acerca del origen de sus errores, Descartes decía:

“… siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge … lo falso en vez de lo verdadero. Y ello hace que me engañe…”.

En el presente caso, el problema central parece radicar en que el pronombre personal es eliminado, resultando en que: “ello hace que engañe”: la voluntad o el provecho. O la necedad. O el prejuicio. Todos ellos “hacen que engañe”. El entendimiento queda para otra ocasión: “Yo tengo la razón porque lo que digo, y porque lo pronuncio repetidas veces; y otros conmigo”. Atrás quedó aquello de verificar, de recurrir a múltiples fuentes, del contexto, etcétera, etcétera… Arás quedó el periodismo. Al menos, en cuanto al conflicto árabe-israelí se refiere.

Dado el ecosistema informativo actual, como apuntaba Maria Popova en su sitio The Marginalian, con la existencia de las redes sociales, “un sistema pavloviano de retroalimentación constante, en el que las opiniones más fáciles y comunes son las más fácilmente recompensadas, y las voces discrepantes son las más fácilmente castigadas por la turba irreflexiva”, la difusión y aceptación (acatamiento) del mensaje, del engaño, está más que garantizada. Y cuando se quiere creer, más aún.

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