Se aferran, quienes se dicen “progresistas”, “humanistas” y cuanta etiqueta favorable y falaz haya (y que ya no disimula su rancio antisemitismo), al victimismo palestino, esa herramienta necesaria para refugiar el prejuicio en la pretendida dignidad de la solidaridad. Desde la política, el periodismo, los organismos internacionales – es decir, desde esos otros disfraces de respetabilidad -, se han ido retratando durante estos últimos días estos personajes a la vez que la organización terrorista palestina Hamás iba dejando en claro lo que siempre habían dejado en claro: su fin es la eliminación de Israel, de judíos – matando, violando, decapitando, secuestrando, ultrajando, quemando.
Fatah también en su carta fundacional especifica su finalidad como la erradicación de Israel. No hay moderados entre los liderazgos palestinos. Su población no parece estar en desacuerdo con ese aspecto de sus dirigentes – al menos, a diferencia de las mujeres y hombres iraníes que se sublevan valientemente contra el régimen que los oprime y que amenaza (y financia y comanda: Hamás, Yihad Islámica palestina, Hezbollah, entre otros) con terminar con el estado judío.
Un victimismo más falso que un billete de tres dólares: fueron los líderes árabes y palestinos los que dijeron no a la partición y no a un estado en otras ocasiones; fueron estos mismos los que lanzaron guerras de agresión. Son estos mismos lo que han llenado sus bolsillos a costa de sus pueblos.
Mas, retomando el hilo, los líderes han dicho una y otra vez su objetivo. Su población lo ha aplaudido, lo ha festejado con dulces en la calle, cada vez que se daba un pequeño y horroroso paso en esa dirección.
Y, ahora volvamos a los autoproclamados “buenos” en occidente, los “morales”. ¿Por qué se aferran al peregrino victimismo palestino ante la evidencia de la brutalidad absoluta, casi ritual? No, no son los propios palestinos objeto de su afinidad – no lo fueron cuando Assad los masacraba en Siria; ni cuando en el Líbano son segregados al punto de tener prohibido el ejercicio de algunas profesiones. Quizás lo explique un concepto del campo de la psicología – claro que, en este caso, la calidad de víctima es real, y no fruto de una machacona propaganda amplificada globalmente.
Así, pues, vayamos a ello. ¿Por qué ciertos personajes, organizaciones, organismos y medios de comunicación porfían con la imagen-narrativa del victimismo palestino – y con ello, de sus eslóganes trasnochados, y tantas veces, usurpados (“resistencia”, “liberación”, “ocupación”, etc.)?
Decían Jillian Jordan y Maryam Kouchaki (Virtuous victims) que, un amplio conjunto de investigaciones sobre el ‘encasillamiento moral’ ha demostrado que las personas pueden ver a los ellas denominaban “pacientes” morales, es decir, los receptores de la acción moral, incluidas las víctimas, con menor agencia, responsabilidad, y más pasivos.
Además, señalaban que “el carácter moral es una dimensión predominante en la evaluación de los demás y desempeña un enorme papel a la hora de determinar de quién nos formamos impresiones positivas, con quién elegimos afiliarnos y hacia quién nos comportamos pro-socialmente”. Aquí es donde entra en juego la identificación de víctima de tal o cual grupo de personas (en este caso, de los palestinos; entre los que se incluye a sus numerosos grupos terroristas). Y es que, como apuntaban las académicas, las víctimas no están definidas como actores que se comporten de manera moral o inmoral, sino en tanto son receptores de un maltrato. De hecho, proveían en su trabajo de evidencia no sólo de que la gente percibe a las víctimas como poseedoras de un carácter moral elevado – no por algo que hayan hecho, sino por que otros las han maltratado. Y es que, según sus hallazgos, las narrativas de las víctimas pueden moldear de forma significativa la moralidad percibida de las víctimas.
De esta manera, y de acuerdo siempre a Jordan y Kouchaki, se ve a las víctimas como poseedoras de un carácter moral elevado, pero no se espera de ellas que se comporten moralmente. Las académicas hipotetizaban que, precisamente, elevar el carácter moral de las víctimas sin esperar un comportamiento acorde podría plausiblemente funcionar “para motivar la acción restaurativa de la justicia al tiempo que permite a las personas evitar los costes de mantener creencias inexactas”.
Jodan y Kouchaki van, palabra a palabra, desnudando a los fatuos “reyes” de la politiquería, los medios, el “humanitarismo”:
“… nuestros resultados aportan pruebas de la Hipótesis de la Restauración de la Justicia, que propone que la gente ve a las víctimas como virtuosas porque esta percepción sirve para motivar el castigo de los agresores… Encontramos apoyo empírico a la hipótesis de que ver a las víctimas como virtuosas motiva la acción restaurativa de la justicia. También encontramos, críticamente, que la introducción de desincentivos para la acción restaurativa de la justicia hace que desaparezca el efecto de la víctima virtuosa. Además, nuestros resultados proporcionan pruebas directas de que el efecto de la víctima virtuosa no refleja simplemente (i) que las víctimas parezcan buenas en contraste con los agresores, (ii) que la gente se incline en general a evaluar positivamente a los que han sufrido, o (iii) que la gente tenga la creencia genuina de que las víctimas tienden a comportarse moralmente”.
Y viene Hamás, ingresa en Israel, y actúa como Hamás; desbaratándole el andamio de mentiras, hipérboles y odios a los oportunistas occidentales. La “virtud” a tomar por saco, los “justificativos” habituales evidenciado su ausencia de valor, de dignidad.
Por eso hay que seguir aferrándose al cuento, al embeleco. Porque si se cae todo, debajo sólo quedan infames antisemitas, idiotas útiles y poco más. Porque ellos también quieren acabar cono ese estado judío – judío -: esa es su “acción restaurativa”, su cínica y siniestra “justicia”.
Y si una prenda cae, probable es que caigan otras; y pretenden estos petimetres de la nada seguir siendo percibidos como moralmente virtuosos, superiores: para seguir trapicheando ideologías, causitas, posiciones ventajosas, privilegios para pocos. Cada uno los conoce – son vocingleros, afectados – en su país; sabe de su mediocridad ruidosa, que no menoscaba en nada la calidad de su fácil labor: mentir-repetir consignas, frasecitas de bolsillo, gritarlas, si es necesario; vamos, la caja de resonancia de la propaganda de toda la vida.
Por eso se aferran. Se aferran al servicio del odio porque la realidad les queda grande.