No hace falta que acontezca lo que buena parte de los medios de comunicación llaman “escalada” – normalizando el incesante goteo de violencia, de incitación, por parte de grupos terroristas palestinos contra los israelíes (contra los judíos, realmente) – para que esos mismos medios, ONG que tienen la “información” y los “derechos humanos” respectivamente como disfraz de una ideología evidente (así como los propios líderes palestinos y no pocas agencias internacionales largamente cooptadas por una narrativa, por un interés), se ejerzan la impostura de erigirse en medida “moral”, “legal”, absoluta.
Para lo cual reiteran la “narrativa” de la “ocupación” (sin antecedentes, sin contexto), del “colonialismo”, del “racismo”, como un rito en el que consagran, como diría Paul Ricouer, el “contorno de los signos” de lo “moral”, del “nosotros” y, sobre todo, del “transgresor” alrededor del cual se definen los otros significados. Israel es esa antítesis rotunda a través de la que se busca construir la bondad de aquellos que apoyan el “relato” de esas organizaciones, medios, líderes y correveidiles del fanatismo mal disimulado como “resistencia”.
Pero tal práctica incurre por un lado en la exageración y por otro en la mistificación. El desenlace de ambas es la cancelación de la realidad: porque se pretende que todo es factible de ser utilizado como alegoría, y que, como tal, además (y sobre todo), puede ser traducido absurdamente a cualquier otra circunstancia en forma de acusación. La desleal representación no hace otra cosa que, precisamente, desfigurar la realidad a la que se pretende aplicar la imagen, el concepto, lo que en su momento se porfíe.
En el camino se exalta el relativismo, que jamás se queda quieto en el coto en el que se quiere aplicar selectivamente. Fallecen las credibilidades de medios de comunicación y organizaciones que una vez sí tuvieron como misión la protección de derechos humanos; beneficiando a dictaduras y regímenes que violan los derechos de sus pueblos. Se vacían de significado conceptos como genocidio, o apartheid, cuando se utilizan como instrumentos ideológicos y no como definición cabal, amparando a quienes practican el extermino y la segregación racial.
Una vez instalada la incertidumbre, la ambigüedad, difícil es volver al orden de lo que concreta actos, acciones, comportamientos, realidades. Si lo que ha costado fijar, puntualizar, es empleado con la liviandad y el afán de difamación o intimidación con que se emplean las palabras en las gradas de un estadio de fútbol o en un ring de boxeo; pierde toda capacidad de diagnóstico, de potencial capacidad disuasoria. Y es que, si, por ejemplo, el término “genocidio” se le aplica a un pueblo cuya población no ha parado de crecer a un ritmo sostenido y llamativo; nada podrá denominarse como tal, no el extermino – ni el de Sudán o el de Myanmar. Ninguno.
La usurpación ideológica de conceptos y causas no hace sino devolver todo a una ominosa tabula rasa. En eso andan Amnistía Internacional y Human Rights Watch, entre otras ONG. En lo mismo que el liderazgo palestino y sus fabricaciones y apropiación de luchas. Y en lo que andan tantos que se presentan como periodistas pero que obran como propagandistas. Andan diciendo “moral” y “humanidad”, mientras resetean los valores, los acuerdos, la realidad al nivel que precisa la “causa” que defienden para parecerse en algo a lo que dicen que es: allí donde todo se mezcla con todo, donde está, “en un mismo lodo”, “manoseao”.
Sólo así puede ser cierto lo que dicen: porque donde no hay referencia, no hay ni verdad ni mentira. Ni arriba ni abajo. No hay norte ni sur. Y Bashar Al Assad pasa a ser un “político” más; abrazado por los suyos, y omitido (paso previo al apretón de manos en alguna capital) por los otros. “Todo es igual, nada es mejor”, “los inmorales nos han igualao”. No, peor aún, nos ha superado: son quienes dictan qué es decente y qué no.