Tubos comunicantes de los totalitarismos

Como tubos que reciben la carga por uno de sus extremos y la eyectan con mayor fuerza por el otro. Como tubos que, en el recorrido del fluido propagandístico, añaden sus propias miserias. Como tubos que llevan los desechos de un lugar a otro, socializando el desperdicio, la responsabilidad. Como tubos de una cloaca que descarga en el agua de consumo. Así, algunos medios y sus obreros de la abyecta difusión.

Como tubos, tomando el rancio antisemitismo y pasándolo por la ya mera ilusión de autoridad y veracidad que representaban esos medios, lo excretan como algo razonable, como una “idea legítima”. La ventana de Overton convertida en el orificio final de una repetida digestión macabra. Medios que se vuelven indistintos, casi en el conglomerado uniforme de una obsesión o de un beneficio: herramienta de guerra “informativa”, o, más bien, de modificar la percepción general de la realidad, de trastocar los valores.

El fin: subyugar las conciencias para que lo impensable, lo reprobable, se vuelva posible y aceptable. Normalizar el antisemitismo. No sólo como renovado sistema de justificación y ejercicio del odio contra los judíos, sino como método para degradar social y moralmente a las sociedades que lo profesen, de manera de allanar el terreno para la solución totalitaria – hoy en día, principalmente para la introducción del islamismo como proyecto “pacificador” y “curador”, de las ambiciones de Moscú y Pekín. Y es que, hay que abrir mucho la ventana de Overton – o la abertura del tubo – para que la sistematización del odio sea asimilable. Tanto, que otras aceptaciones prejuiciosas se cuelan, que otras ideas perversas pasan entre ellas.

Y la velocidad e instantaneidad con que actualmente se transmite y comparte la información facilitan en mucho este proceso. En este sentido, George-Daniel Bobric, de la Univesidad Nacional de Defensa Carol I, de Bucarest, advertía que (The Overton Window: A tool for information warfare) el hecho de que en la actualidad un individuo utilice hasta cinco aparatos conectados a internet – el móvil, la tableta, el ordenador personal, el de la oficina, la televisión inteligente – lo expone aún más a la transmisión de, por ejemplo, propaganda o manipulación. El fin de la primera, explicaba, es básicamente el de cambiar actitudes o delinear nuevos comportamientos que satisfagan las necesidades de quien la produce; el de la segunda, se pretende alterar el ambiente de manera que las sensaciones y percepciones de las audiencias sean moldeadas de acuerdo al interés de quienes las avanzan, y apuntaba que una de las técnicas de manipulación más utilizadas es la de apelar al lado afectivo y emocional; así como también transmitir información especial para mantener al público en la mediocridad y la ignorancia.

Por otra parte, advertía, la información no tiene por qué ser completamente falsa, sino sólo contener suficientes elementos colocados hábilmente en un contexto favorable para inducir a error al público destinatario; hecho que hace más difícil detectarla.

Pero las redes sociales no sólo facilitan en su entorno particular (por masivo e inmediato) el desempeño de este tipo de acciones, sino que permite a sus iniciadores e intermediarios – muchas ONG, periodistas y medios, políticos, figuras sociales y entes internacionales -, violar sus papeles o la línea de sus manifestaciones profesionales que le otorgan precisamente el prestigio y la supuesta seriedad y honorabilidad que le dan legitimidad a sus expresiones, para elaborar mensajes más literales, que animen a la audiencia a vencer las represas morales y sociales.

Overton, ¿por dónde andamos ya?

La famosa ‘ventana de Overton’ es una teoría que sostiene que lo que con anterioridad podía verse como inaceptable, puede terminar siendo admitido de manera generalizada. Este proceso de rechazo a adopción se realiza a través de seis etapas, según apuntaba Bobric.

Primeramente, en un momento de oportunidad, propicio para introducir – o reintroducir – el asunto, se presenta lo presenta (o una nueva versión: Israel/sionismo en lugar de “judío”) al público. En este punto, el tema es mayormente inaceptable en términos morales, de valores sociales.

En una siguiente instancia, la idea – Israel/sionismo es un problema; planteado con los elementos del antisemitismo clásico – aún es considerada como radical. En esta etapa, “especialistas” comienzan a pasar “la idea por el filtro de su razonamiento”, de su considerada posición, como decía Bobric; que agregaba que, además, en muchas situaciones, los individuos que operan en ambientes virtuales, como las redes sociales, tienden, a su vez, en convertirse en “especialistas” y a seguir “inoculando la idea” a otras personas. Casi como una estafa piramidal.

Posteriormente, entonces, algunas personalidades con un cierto grado de influencia dentro de sus esferas sociales o en general, comienzan a referirse a la cuestión como algo que, si bien no está bien, es aceptable, transmitiendo este parecer a otras personas. El antisemitismo y sus mentiras indispensables ya ha tomado una fuerza crítica: numerosos reparos sociales han caído ya.

Ello conduce a que la idea sea aceptada por un mayor número de personas, que, “tocadas en su fibra sensible, o impresionadas por la idea”, por la ideología, la hayan elevado de lo posible a lo probable. Es en este momento, según Bobric, cuando los medios – o buena parte de los mismos -, manipulan la conciencia colectiva, con ‘argumentos’ en favor de la idea.

Mediante la desinformación, la idea, el asunto, el prejuicio, se populariza. Un gran número de importantes medios y de personalidades influyentes del mundo cultural y virtual, aceptan el tema en su sentido más amplio: el disfraz “Israel/sionista” aparece disminuido por el descaro, por el crecientemente innecesario disimulo.

Por acá, andamos ya. Pronunciar la palabra “judío” donde antes era imprescindible la máscara evidente “Israel” o “sionista”, ya no produce rechazo. Al menos, no aquel que al marginal lo exponía y lo excluía aún más de las discusiones de los mayores. Reclamar el fin de Israel, el único estado judío, que nació en circunstancias similares, e incluso en la misma época que Pakistán, no sólo no enciende las alarmas, sino que instala como eslogan propio de la justicia social, un infame llamado al genocidio y la expulsión masiva: “desde el río hasta el mar” quiere decir, “que no quede ni uno solo”. Ni un solo judío.

En la etapa final, el prejuicio es adoptado en foros políticos y es legitimado, incluso, transformado en normativa – ahí andan entre la ONU, su Corte bochornosa, tanta ONG falsamente humanitaria, tanto gobernante aprovechado.

Una vez que se alcanza este punto, el intento de regresar a la cordura será tenido por criminal.

Y aquí es donde el antisemitismo juega su segundo papel. Porque es como aquel anillo tolkieniano: sirve para congregarlos a todos y para controlarlos. Rebajándolos de hombres a horda. Coagulándolos, no con consenso ni con entendimiento, sino con el descenso a la complicidad, con la costra de vergüenza de la que habrán de escapar hacia delante a fuerza de negación y de incremento de la abyección. Una vez aceptado el antisemitismo como cosmovisión, como nudo social, otras ignominias son igualmente integradas a la forma de participar de lo social.

Porque el antisemitismo rompe las defensas morales; vence los escrúpulos, tornándolos en recelo, inquina y afinidad al propio embrutecimiento y a la violencia colectivizada: la responsabilidad diluida en el lacio consuelo del número.

Y, mientras obliga a los autos de fe contra la herencia, a la vergüenza de la identidad cultural propia, impone el material con el que se cuecen los olvidos y las genuflexiones reflejas. Sólo queda un paisaje de tuberías menores, que absorben más de lo que expulsan: condenadas a digerir el desecho que necesitan para justificarse.

Comments are closed.