En la recientemente estrenada serie Dune: Prophecy, la madre superior Valya explica que la impronta (imprinting) es “una impresión tan fuerte que altera el curso de la vida de alguien. Un vínculo emocional y físico que nunca se rompe”. Poco o nada disímil de aquello que apuntaban Noelle-Neumann y George Gerbner – citados por Dietram Scheufele y David Tewksbury (Framing, Agenda Setting, and Priming: The Evolution of Three Media Effects Models): los medios masivos de comunicación tienen fuertes efectos a largo plazo en las audiencias; efectos que descansan en “la corriente omnipresente y consonante de mensajes que presentan”.
Porque, como apuntaban los propios Price y Tewksbury (News Values and Public Opinion: A Theoretical Account of Media Priming and Framing) las noticias son muchas cosas, y entre ellas, “son también un importante medio para que aquellos interesados en moldear la acción colectiva creen apoyo para sus posturas o tranquilicen a la opinión pública”. Una de las fórmulas para lograr este propósito es el llamado priming que, explicaban estos autores, se produce cuando el contenido de las noticias sugiere al público que deben utilizar elementos específicos como puntos de referencia para evaluar el desempeño de líderes y gobiernos, por ejemplo.
Imprimir en los destinatarios los elementos necesarios para ejercer el control de sus voluntades y así dirigir, a mediano y largo plazo, el curso de la historia. Eso es lo que pretende la orden de la serie. Cómo se le parecen ciertas pretensiones “periodísticas” … O, mejor dicho, cómo la ficción replica la realidad, cómo a la vista de todo aquel que quiera o pueda verla.
En el tema que nos centra – Israel -, uno de los dispositivos que, antes bien que ser instalados, ha sido reactivado, es aquel formado de tropos y estereotipos harto grabados en diversas culturas: el antisemitismo.
El odio siempre sirve para traficar, a su sombra, con colaboracionismos, imposiciones y beneficios. Y en ese trámite, desnaturaliza la realidad: los signos de los que se vale y abusa pasan, irremediablemente, de denotar algo específico, a ser elementos para simular que hay algo para, luego, disimular que ya no queda nada – a lo sumo, una figura retórica para elaborar estado emocional, para avasallar disensos, para ejercer potestades reflexivas: moléculas esenciales de doctrina.
El objetivo es generar una división. Pero no tanto entre un “nosotros” o “ellos” – esta polarización es, de hecho, una parte de la herramienta del odio -, sino entre la realidad, la dignidad, y las entelequias que precisan ciertos fines para instalarse como inexorabilidad, para establecer sus beneficios como forzada, forzosa “realidad”.
El guiño eterno del viejo prejuicio
A la realidad se la rompe suplantándola por su simulación, por su representación adulterada. Para tal fin, nada mejor que promover la compatibilidad de una idea contenida en una palabra (“genocidio”, “apartheid”) con creencias en estereotipos denigratorios preexistentes, ya reflejos. Así, es más sencillo dirigir el mundo emotivo de la audiencia en la particular dirección que promueve el prejuicio: instalando el término emocionalmente cargado como resumen mental de un grupo de personas, de un conjunto de personas, de un estado. Una síntesis que sirve, como lo ha hecho antes, de instrumento para la auto exculpación, la autoexaltación “moral” y nacional o étnica; y, sobre todo, para degradar los términos que definen claramente ciertos aspectos de la realidad.
Síntesis que, de cara a las audiencias, no es sino una ignorancia que, simulando ser transmisión de conocimiento y dignidad, menoscaba su capacidad de comprender su propio entorno, de ejercer el escepticismo – suplantado o bien por una saturación de contenido repetido e hiperbólico, o bien por una inclinación al ‘pensamiento’ conspirativo.
Como nunca antes, las avanzadas sobre territorio enemigo se realizan mediante palabras. Ya lo sabían bien los taumaturgos del KGB soviético. Y nada como el cuerpo léxico del oponente para entrar en su sociedad, para viciarla de descreimiento en sí misma, en su valía, en su moral.
Y qué mejor que un viejo prejuicio para pervertir el glosario que enhebra los valores occidentales. Qué mejor que presentar el intento de quebrantar una cultura como una cruzada moral, como una exaltación de esos valores. Qué mejor manera de introducir el artilugio tramposo que hacerlo ofreciéndolo como un beneficio: el de justificar el odio, de transformar su vergonzosa herencia en recta autosatisfacción.
Maria Popova citaba al escritor Philip K. Kick, que en un discurso en 1978 (How to Build a Universe that Doesn’t Fall Apart Two Days Later), advertía que:
“La herramienta básica para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras. Si puedes controlar el significado de las palabras, puedes controlar a las personas que deben usar las palabras”.
Por lo demás, una vez conceptos tales como “genocidio” han sido degradados a un mero valor utilitario, no podrá aplicarse contra quien eventualmente pretenda “solucionar” el “problema Israel/judío”. Porque, eso, ni más ni menos, es lo que exigen las hiperbólicas acusaciones, tan emparentadas con libelos consabidos.
De forma que muchos periodistas y ONG y entes internacionales cooptados sólo ofrecen una justificación colectiva de por qué Israel – el judío – debe ser tratado de manera diferente y debe ser marginado; a la vez que, rebajando el concepto de crimen a mero instrumento ideológico-político, lo inactivan a futuro.
Odiando que es barato
Prejuicios no faltan. Los hay en todas partes. Pero hay un prejuicio que, casi como en el Señor de los Anillos, los “gobierna a todos”: que sirve como ningún otro. Lo ha hecho y lo hace sin importar ni las distancias temporales, geográficas o culturales. Apenas si varía de una época a otra, de un lugar a otro. Leves afeites para adaptarlo a cada momento, a cada circunstancia.
El antisemitismo ha estado siempre presente, actualizado: la mutación eficaz de un virus cultural. Porque, como decía Cristian Tileaga (Prejudice as Collective Definition: Ideology, Discourse and Moral Exclusion) la expresión de los prejuicios depende de una “compleja interacción de factores socioculturales, políticos e ideológicos, entre los que se incluyen (aunque no exclusivamente) la identificación social y la historia de las relaciones intergrupales”.
De forma que, argüía el autor, en consecuencia, resulta más útil considerar la ideología del prejuicio extremo como un “conjunto particular de efectos dentro de los discursos”, de los cuales, la exclusión moral es uno de estos efectos perniciosos. Precisamente es un “consenso moral” el que pretende fingirse contra Israel, empaquetando a dicho estado en un corsé mediático de “hambre”, “racismo”, “colonialismo”, “genocidio”, de perturbador de la paz regional y mu dial, de manipulador global – un pulpo que todo lo quiere, que todo lo controla -; en fin, como un transgresor de las conductas civilizadas, de las convenciones morales, como un estado infame y repulsivo. En breve, un estado fuera de los preceptos humanos. Lo que, retomando a Tileaga, llama a tomar medidas, a adoptar una solución.
Una solución excepcional. Porque dicho estado ya no se considera como una entidad moral – ni a sus miembros como sujetos morales -, “en pie de igualdad moral con los demás miembros de la misma sociedad”, como lo expresaba Tileaga.
Y es que, como ya se indicara con anterioridad en otro lugar, el discurso antisemita no sólo no dice algo (una calumnia) sobre los judíos, sino que actúa sobre ellos, cambiando su realidad social. Y es, y se sostiene sobre, un “código cultural”, un “paquete ideológico y cultural”. Y a ello, a ser parte del entramado de amplias idiosincrasias, se debe su persistencia.
El falso consenso para elaborar silencios
“En materia de cosas opinables todas las opiniones son peores…”, Augusto Roa Bastos, Yo el Supremo
“Su cuna debe estar rodeada de dogmas; y, cuando su razón se despierta, es preciso que encuentre todas sus opiniones hechas, por lo menos sobre todo lo que tiene relación con su conducta. Nada hay tan importante para él como los prejuicios. …, cualquier opinión adoptada antes de todo examen”. Joseph de Maistre (1753-1821), citado por Fernando Savater, Panfleto contra el todo
La palabra emocionalmente cargada sirve, entonces, como método para definir lealtades, posiciones “morales”, para exponer las señas de identidad “aprobadas”: la línea entre lo “correcto/justo” y lo “inmoral”; porque, siguiendo a Fernando Savater en Panfleto contra el todo, al disentir se lo transforma en una suerte de enfermedad, una inadaptación que genera (o, antes bien, ha de generar) un dolor que ha de ser “curado”.
Sirve el método, entonces, para configurar los silencios que se caracterizan como “consenso” u “opinión pública”, y hasta como “voluntad popular”. No en vano decía Michel Foucault en El sujeto y el poder, que el ejercicio del poder – es decir, la relación entre quienes definen los límites de entre comportamientos, consentimientos, sujetos, etc., y quienes acatan o se resignan – “es un conjunto de acciones sobre acciones posibles; … se inscribe en el comportamiento de los sujetos actuantes: incita, induce, seduce, facilita o dificulta; amplía o limita, vuelve más o menos probable; de manera extrema, constriñe o prohíbe de modo absoluto; con todo, siempre es una manera de actuar sobre un sujeto actuante o sobre sujetos actuantes, en tanto que actúan o son susceptibles de actuar”. Es decir, concita el “apoyo” – visible, ruidoso, seguro de sí mismo – o el silencio (invisible, inconmensurable: descartable).
El ejercicio del poder, continuaba Foucault, consiste, pues, en “conducir conductas”, en decir que es lo común: el sentido, la moral, la voluntad, la opinión. Y en ello andan no pocos medios y sus profesionales que se auto proponen como custodios o magistrados de la “corrección moral”, de la “justicia popular y universal”, pero que no hacen otra cosa que desempeñarse de galeotos del poder – catarí, chino, de la república islámica, turco. En ello andan varias ONG y monopolizados entes internacionales.
Andan, ni más ni menos, que fabricando y difundiendo propaganda como si se tratara de información, de noticias; o de concienzudas y desinteresadas investigaciones sobre derechos humanos. Creando, como sostenía Jacques Ellul – citado por Fabrizio Macagno en Manipulating Emotions. Value-Based Reasoning and Emotive Language -, “un mundo de fantasía, mito y engaño que es un anatema para la ética porque … la propaganda destruye el sentido de la historia y la continuidad y la filosofía tan necesarias para una vida moral; y al suplantar la búsqueda de la verdad por la verdad impuesta, la propaganda destruye la base de la comunicación interpersonal reflexiva mutua y, por tanto, los ingredientes esenciales de una existencia ética”.
La “opinión pública” es, por tanto, también una creación, un engaño. Con razón, Savater postulaba que “sólo hay libertad para el pequeño grupo de activistas que tiene en sus manos los instrumentos de la opinión pública. Quien se resiste a esta participación ‘se excluye a sí mismo, como suele decirse, de la comunidad del pueblo [y, en este caso, de las naciones]’”. De ahí la necesidad de encajar a la fuerza al estado judío dentro de las definiciones de los crímenes más abyectos: no puede haber lugar para la disensión – al menos, no para la expresada.
Así, y siguiendo con Savater, la “opinión pública no es más que la cristalización general de los prejuicios gregarios en un momento dado”. Y lo principal de los prejuicios es que “funcionan como disuasores del pensamiento individual, del intento de expresar una peculiaridad no sumisa a lo universal. El prejuicio establece el derecho… a limitar con el peso de la convicción que poseen sus dogmas los intentos de una cordura”.
La gestión del asentimiento y el mutismo
“Nuestra consoladora convicción de que el mundo tiene sentido descansa sobre un fundamento seguro: nuestra capacidad casi ilimitada para ignorar nuestra ignorancia”. Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio
Citaba Savater en su libro al escritor y periodista Karl Kraus, quien decía en los medios de comunicación, “los hechos son ya su interpretación y la interpretación es el único ‘hecho’ que se brinda puro y nudo”. Vamos, si no las llamadas fake news, su germen ya bien desarrollado.
Continuaba escribiendo Savater que, así, “el lector que lee su periódico ‘como la oración matutina del hombre moderno’, encuentra en el diario su propia reacción, englobada en la de todos los demás conciudadanos, ante un suceso del cual también se entera en ese mismo diario… La Prensa no es el cuarto poder, sino el directo sustrato simbólico del único poder que hay. [En] sus empachosas proclamas… se autocorona como indiscutible motor de toda libertad y progreso, como si la buena voluntad de unos cuantos o su posible utilidad táctica en algunos casos excusará aquello de que en verdad está hecha…”.
Otra vez, nos encontramos ante el comercio impúdico de la propaganda. Y, acaso como en ninguna otra cobertura, otro simulacro de “periodismo” o de “autenticidad”, es en el abordaje sobre Israel donde se presenta de forma más descarada (complicidad de su audiencia mediante). Aunque, cada vez más, se prescinde de las máscaras en asuntos locales. La mentira no es sedentaria: sus efectos sobre quienes la reciben también se extienden sobre quienes la promocionan y sobre quienes condescienden a su utilización en un compartimiento, como si fuese posible la impermeabilidad ante la comodidad de afirmar sin más exigencia que la de repetir el enunciado asiduamente.
Y la forma más sencilla de la mentira es la que utiliza símbolos y conceptos existentes para aplicarlos populares libelos: sangre con sangre; supremacismo con racismo y colonialismo. En este sentido, es dable citar a Harold Lasswell (The Theory of Political Propaganda), quien señalaba justamente que la “la propaganda es la gestión de actitudes colectivas mediante la manipulación de símbolos significativos”. A lo que podría decirse, sin temor a caer en la exageración, que buena parte de la cobertura sobre Israel se dedica a esta misma labor.
De hecho, y siguiendo con Lasswell, el propagandista debe “multiplicar todas las sugestiones favorables a las actitudes que desea producir y reforzar, y restringir todas las sugestiones que les son desfavorables”, es decir, reiterar y omitir. Amplia cuenta se ha dado en CAMERA Español de estas dos prácticas anti periodísticas. En tanto, Laswell continuaba explicando que “la sugestión… se refiere al material cultural con un significado reconocible. Cualquier forma de palabras que ayude a encender la imaginación del manipulador práctico de actitudes es la más valiosa”.
Todo reducido a crear un efecto de halo alrededor de lo que se aborde: es decir, como elucidaba Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio, contribuir a que “las narraciones explicativas simples y coherentes exagerando la consistencia de las evaluaciones: la buena gente solo hace cosas buenas y la mala solo cosas malas”. Ergo, Israel es un estado judío, los judíos hacen cosas malas, por ende, Israel hace cosas malas – las mentiras de hoy añadiendo su envilecimiento a las del pasado. Un eterno y mortal “¿quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?”
Y todo sostenido en el hecho de que, como señalara Kahneman, las personas pueden mantener una fe inquebrantable en una afirmación, por absurda que sea, cuando se sienten respaldadas por una comunidad de creyentes con su misma mentalidad. Falso consenso y silencio.
Esto es sumamente relevante porque, como refería el propio Kahneman, “nuestros sentimientos morales se hallan adscritos a marcos, a descripciones de la realidad más que a la realidad misma. […] Nuestras preferencias lo son en relación con problemas enmarcados y nuestras intuiciones morales lo son en relación con descripciones, no con cosa alguna sustancial”.
Philip K. Kick se preguntaba:
“¿Qué es real? Porque incesantemente nos bombardean con pseudorealidades fabricadas por gente muy sofisticada…; desconfío de su poder. Tienen mucho. Y es un poder asombroso: el de crear universos enteros, universos de la mente”.
En ello, y como mercaderes, intermediarios, cómplices, andan tantas ONG y agencias de la ONU, numerosos medios y gobiernos. Adulterar o fabricar realidad para acercar los objetivos de quienes se valen de ellos.
Ya a duras penas si buscan la credibilidad (sustituto fraudulento de la veracidad), instalada a base de repetición y amplificación casi coreografiada de la reposición de un estereotipo: caudales de informes, artículos y resoluciones son la muestra axiomática de la degeneración de la autenticidad, de la verdad.