Cada vez que un líder, un partido, una organización o un gobierno ha prometido que traerá o repondrá la luz – el progreso, la justicia, la moral -, alguien, como decía Walter Miller en su novela A Canticle for Leibowitz, tendrá que ser culpado por la oscuridad que es, o que viene a representar, el pasado o el aciago presente. Ese alguien ha sido, y es, universalmente el judío. O, ahora, el estado judío.
El judío es, pues, el nombre del mal, del usurero, conspirador, genocida, deicida, del insaciable mercado, de la taimada subversión. Y aquellas características, se sostiene, son el sujeto (el pueblo, el estado). Una circularidad propia del dogma de los fanatismos y la propaganda que los alimenta, que los explota: no admite el proceso de la razón: es la inmovilidad de las ideas y, por supuesto, de las voluntades: sustrato de la obediencia y el odio como todo fundamento, como expresión (de redención, de supremacía, de coartada).
Es, pues, una identidad que decreta la “impureza moral” del judío, de su pueblo, de sus organizaciones, de su estado; es decir, que decreta su incriminación y su castigo.
Y esta falaz igualdad (que pretende ser una medida absoluta del mal) persiste, ya sea de manera latente o disimulada detrás de una pretendida “causa” siempre justa, moral, perentoria; por el hecho de que nunca se ha roto esa infame recursividad. Se ha ocultado, como se hace con las vergüenzas, con los arrepentimientos obligados; se ha exonerado como expresión marginal, desesperada (ante una opresión sin parangón en la historia) o cultural (casi una risible extravagancia); es decir, se la ha apenas tapado en una sombra imperfecta, se ha contemporizado con ella como con un desliz superado.
Hasta que, lentamente – una crisis por aquí, otra por allí, el tiempo que cura hasta las abyecciones – se ha ido reincorporando en Occidente (especialmente en organismos como la ONU) esa perversa simetría al manual de distracciones e imputaciones. Después de todo, el antisemitismo sale barato – si es que no, directamente, gratis: la minoría entre minorías; un prejuicio histórico aceitado, harto difundido, con sus libelos y prejuicios que lo mismo sirven para culpara a esa breve totalidad por el capitalismo, el comunismo, el militarismo, el llamado movimiento woke, o el mal uso del VAR en el fútbol.
Todo vale, y para todo vale este enemigo global, este mal por antonomasia, porque la falaz simetría admite todo elemento negativo por peregrino que este sea, toda responsabilidad por absurda que parezca. La aversión no admite razón; se derrama sobre la realidad impregnándola hasta opacarla, hasta, en ocasionas, incorporarla a su “lógica” de señalamiento, imputación y “soluciones”.
De aquella suerte de hibernación, a la renovación de la tolerancia a su conocida manifestación, o a su omisión o relegación a las orillas del discurrir “informativo”, y, finalmente, a la presente exhibición descarada del antisemitismo, ha pasado un lento, constante y creciente goteo de esa nefasta y mentida igualdad, de esa animadversión encastrada en el cínico disfraz de “conciencia moral”, del zafio eufemismo de “antisionismo” (de manufactura soviética), en su abrigo de relativizaciones, fabricaciones y excusas.
De ayer a hoy, porque siempre estuvo ahí. Como guardado para una ocasión que requiera de esa sencilla e hipertrofiada estructura de odio, evasivas y humo. Y persiste porque el antisemitismo funciona como una suerte de recurso “mitológico” que apela a una supuesta experiencia primitiva de lo sacro (“nuestros” valores morales) que, se advierte, es o está por ser profanado (como, imaginariamente, en el pasado). Ello vincula a todos aquellos que no forman parte del grupo de “corruptores” (que no son judíos, vamos) en una comunidad de “damnificados”; a la vez que los separa de la realidad y los sumerge en el simulacro en el cual el judío (o Israel) es culpable porque quienes lo señalan sienten o creen que lo es – y por medio de ese acto, quien juzga se “revela” como “moral”.
Los tiempos cambian y, con ellos, las formas de participar de este mito (este, en cambio, permanece inmutable). Hoy las redes sociales y la sección de comentarios de no pocos medios ofrecen un lugar de encuentro para practicar su rito ominoso: como un tribunal de la “conciencia moral”, de la indignación “recta”, confirman, decretan, la “maldad” del judío, de su estado y, así, su propia “buena conciencia” (todo es ineludiblemente autorreferencial cuando se prescinde de la realidad, cuando se erige una iniquidad definitiva que actúa como espejo invertido).