Los sucesos dejan de ser tales en buena parte de las crónicas sobre Israel en los medios españoles para transformarse, despreciado su valor, en mera partícula, ingrediente precursor de la historia que “hace” el narrador – y que sigue, reiterativa, un mismo patrón.
Entre los eventos y el producto final, median una serie de pasos sencillos, casi como una liturgia (des)periodística propia de la cobertura del conflicto árabe-israelí: se altera la cronología – elemento indispensable de la causalidad, de la búsqueda de responsabilidad, de culpabilidad -, se anula el actor palestino – la responsabilidad se carga en una parte -, se omite contexto y otra información relevante – para comprender el hecho en el marco de un conflicto en el que no existe un único actor, en el que las motivaciones están meridianamente claras -; y se favorecen ciertas voces sobre otras que en demasiadas ocasiones no son siquiera citadas.
El resultado de esta ceremonia no puede ser nunca la transmisión de conocimiento – apenas, si eso, la de una simulación tosca de significado (repetida adulteración de sí mismo: material incompleto, en parte fabricado, no contrastado, indiscernible de la propaganda), pero dañino en tanto y en cuanto responde al que parece un impulso obsesivo de avanzar, con el elocuente disfraz de la obsecuencia moral, los fines sinceros del liderazgo palestino y su socios y adeptos (“¡desde el río hasta al mar!”) como una legítima y humanitaria reivindicación.
En su Simulacra and Simulation, Jean Baudrillard consideraba tres hipótesis sobre los motivos de la pérdida de significado de la información. La tercera de esas suposiciones contemplaba la existencia de una correlación entre las dos primeras “… … en la medida en que la información es directamente destructora del sentido y de la significación, o que los neutraliza. La pérdida de sentido está directamente vinculada a la acción disolvente y disuasoria de la información, de los medios de comunicación y de los medios de masas”. Acaso, habría que añadir también la actividad de ciertas ONG – que está entre la propaganda y un pseudoperiodismo.
Por ejemplo, el concepto de apartheid o el de genocidio, utilizado peregrina y desvergonzadamente como herramienta ideológica, está siendo destruido por medios y ONG, entre otros: banalizado su significado real, queda una carcasa que por ahora sirve para demonizar y deslegitimar a un estado en concreto – a la vez que “justifica” toda acción emprendida por quienes pretenden su eliminación -, pero que eventualmente también perderá incluso esa indigna función, toda vez que terminará por no significar nada.
Y es que, como sostenía Baudrillard, “la información devora su propio contenido; devora la comunicación y lo social”, y lo hace entre otros motivos, porque “más que crear comunicación, se agota en el acto de escenificar la comunicación. Más que producir sentido, se agota en la escenificación del sentido. Un gigantesco proceso de simulación… [y] chantaje a través del discurso… Una disposición circular a través de la cual se escenifica el deseo del público… […] Más real que lo real, así es como se suprime lo real”.
Del dios mediático del encubrimiento y la complicidad, Omisión, hemos hablado ya, y muy a menudo – referían David Buchanan y Patrick Dawson (Discourse and Audience: Organizational Change as Multi-Story Process) que Brian Pentland argüía que “el silenciamiento selectivo es un rasgo inevitable de la narrativa. Por ello nos dedicaremos a los otros dos dioses del panteón del “periodismo” activista – realmente, activismo disimulado como tal, o que se vale de dicha profesión para prestigiar su sectarismo.
Cronos, dios mediático del señalamiento
La alteración cronológica es una manera de sugerir – mediante la reestructuración de los sucesos, y la imposición de una centralidad a un sujeto determinado – responsabilidad y culpa precisamente al actor al que se adjudica el peso de la acción de la que se trate.
Por ello, para cambiar el signo de un conflicto, entre las varias herramientas a disposición de quien pretende realizar tal manipulación, quizás ninguna como el tiempo, como el orden que este impone sobre los sucesos, las acciones, y nada como el titular para articular tal alteración desde un medio de comunicación: el titular es, después de todo, la clave para interpretar el contenido que sigue a continuación.
Indicaban W. Victor H. Yarlott, Cristina Cornelio, et al. (Identifying the Discourse Function of News Article Paragraphs) que Peter White sugería que “el titular y el destacado, que actúan como una combinación de sinopsis y resumen de la noticia, sirven de núcleo para el resto del texto: ‘el cuerpo que sigue al núcleo titular/destacado actúa para especificar los significados presentados en el núcleo titular/destacado de apertura a través de la elaboración, contextualización, explicación y valoración’; […] siendo el titular una construcción especial que introduce un tema, y el destacado resume el tema introducido por el titular”.
Señalaba recientemente Masha Gabriel un ejemplo de esta modificación o, antes bien, inversión cronológica: “el encabezamiento de la noticia repetía un patrón habitual en la agencia Efe, al menos con respecto a la información de Israel. Israel casi siempre es presentado como sujeto activo de la acción violenta frente a unos cohetes sin responsabilidad”.
“Israel bombardea Gaza” insinúa una acción masiva, indiscriminada, en respuesta a… “cohetes palestinos”. ¿A su mera existencia? ¿A qué? Los agentes palestinos – en este caso, la organización terrorista Yihad Islámica Palestina, formaba por seres humanos responsables, no por objetos inanimados, sin voluntad.
“Y cuando parecía difícil superar la falta de profesionalidad periodística, El País, uno de los medios en español más leídos, doblaba la apuesta empleando la misma crónica de Efe pero cambiando el titular”, señalaba Gabriel. Un giro más que sacaba incluso a esos entes autónomos, los cohetes.
Esta inversión temporal – socorrida por el recurso de la omisión, de la censura – se sucede una y otra vez. El agente activo es Israel, es decir, el agente causal, responsable, culpable, según esta ordenación interesada, es siempre el mismo: el estado judío.
El objetivo de este truco sin magia es, pues, el de confundir, y así trastocar, causas y consecuencias para, de esta manera, y como el lobo de Caperucita, acusar, difamar mejor. A la vez que, ya no es que se iguale a los violentos, al recurso abyecto del terrorismo y al anhelo de erradicar un país, con un estado democrático; sino que se coloca a dicha “causa”, dicho objetivo, y a sus ejecutores (terroristas, propagandistas, etc.) en un plano moral superior, en el que sus acciones se enmarcan como una idealista y romántica “resistencia” – a la “opresión”, al “colonialismo”, al “racismo”, la “ocupación”; y la lista es tan larga como etiquetas hagan falta para sostener la impostura y según la audiencia a la que toque dirigirse (embaucar).
Es que, como decían Gunther Kress y Robert Hodge (Language as ideology), “para entender cualquier proceso, la causalidad es de crucial importancia. Si se indican claramente los pasos causales – se especifican los que iniciaron una acción, se muestran los efectos y se mencionan los afectados-, entonces nuestros juicios pueden hacerse sobre bases razonablemente seguras (a menos que se nos hayan contado mentiras)”.
Además, los autores señalaban en su libro que la ideología involucra una sistemática presentación organizada de la realidad, lo que implica transformaciones durante la interacción con esa realidad. Entre los tipos de transformaciones que enumeraban, vale la pena recuperar dos de ellas:
- transformación pasiva: es aquella donde se invierte el orden entre actor [en el caso de la tregua rota, la Yihad Islámica Palestina] y afectado; con lo que el tema de la oración (sobre qué se trata) cambia del actor al afectado. El actor ya no está directamente unido al verbo [a la acción – ruptura de la tregua por lanzamiento indiscriminado de cohetes]. El vínculo entre el actor y el proceso se debilita, es decir, la conexión causal es sintácticamente más laxa. El actor puede suprimirse – de hecho, El País lo hacía. La causa del proceso se borra. La causalidad ya no es la preocupación principal, sino la atribución de clasificación.
- transformación de nominalización: es aquella donde se elimina a uno o varios de los participantes. El interés se desplaza de los participantes y causantes del proceso al proceso (convertido en nominal) y, en algunos casos, al participante afectado [en este caso, a Israel, que responde]. Las relaciones complejas se reducen a entidades únicas.
El ordenamiento temporal de los hechos es de vital importancia en el acto noticioso para que el espectador pueda comprender cabalmente lo sucedido. Esto es así porque, de acuerdo con lo que apuntaban Steven Sloman y David Lagnado (Causality in Thought), ya de por sí “las personas construyen historias que se ajustan a sus suposiciones sobre las acciones dirigidas a un objetivo de los agentes intencionales, y a ello contribuye la secuenciación de los acontecimientos en un proceso causal y temporal significativo”.
Así, de una mayoritaria cobertura que muestra un posicionamiento en el conflicto, no es extraño ver la recurrencia en la presentación de Israel en primer lugar, como actor activo y, presumiblemente, causal. Y porque, como también señalaban estos autores, “las personas son mucho más capaces de realizar simulaciones mentales hacia adelante, de la causa al efecto, que hacia atrás, del efecto a la causa”, la inversión cronológica que se expuso anteriormente se hace necesaria para quienes, antes que informar, buscan eximir de responsabilidades a unos y cargarlas sobre otros.
¡Tú!
David Buchanan y Patrick Dawson decían (Discourse and Audience: Organizational Change as Multi-Story Process) que “las narraciones tienen funciones e intenciones causales, ya que no sólo pretenden dar forma a la comprensión de los acontecimientos pasados, sino también a las trayectorias de cambio en el futuro”; y, “dado que una secuencia de acontecimientos implica causalidad, algunas narraciones, dependiendo de su contenido y construcción, ofrecen algo más que indicios, percepciones, símbolos y metáforas”.
Ofrecen la sensación de certeza. En otras palabras, narrativas que se imponen como única versión de un suceso; es más, como exacta caracterización del suceso, de la realidad. En este sentido, los autores mencionaban que Andrew Brown mantenía que “un informe hegemónicamente exitoso es aquel que se acepta, de forma total o mayoritariamente acrítica, que proporciona un relato exhaustivo y preciso de los hechos que pretende describir, que se considera justo en su evaluación de la culpabilidad y la asignación de culpas, y que formula recomendaciones aparentemente apropiadas”.
Una de las formas de alcanzar una preeminencia es aislar las versiones, voces, distintas. El señalamiento “moral” es una herramienta útil para ello – y puede verse velada o evidente en las propias crónicas del hecho que nos interesa. Otra de las maneras es la repetición – que además reproduce la unilateralidad de la “información”.
Y otra fórmula más – muy vinculada al veredicto moral – es el de convertir la crónica en un decreto de culpabilidad. Procedimiento facilitado por el hecho de que, como apuntaban David Lagnado y Shelley Channon (Judgments of cause and blame: The effects of intentionality and foreseeability), el razonamiento causal guía nuestra comprensión de cómo y por qué sucedió realmente un evento en concreto.
Pero, acaso, sobre todo, los juicios causales son precursores de los juicios de culpabilidad. Y no sólo eso, de acuerdo con Lagnado y Channon, “el vínculo puede fluir en la dirección opuesta, y las atribuciones de culpabilidad a las que se llega espontáneamente influyen y distorsionan las atribuciones causales”. Algo de lo que parece abundar en mucha de la cobertura en español sobre el conflicto árabe-israelí; de ahí el recurso a estos “dioses”.
Y es que, como explicaba Michael Dahlstrom en The Role of Causality in Information Acceptance in Narratives: An Example From Science Communication, se ha comprobado que la información causal es más fácil de recordar que aquella no causal. Además, como sostenían el propio Lagnado junto a Sloman, en su trabajo mencionado anteriormente, un papel clave del pensamiento causal es la atribución de responsabilidades. “La atribución causal es necesaria en todas las asignaciones de responsabilidad moral, culpa y castigo”, explicaban.
Y añadían que, a tal punto es tan estrecha la relación entre moralidad y causalidad, que Joshua Kobe encontró que la gente hacía diferentes atribuciones causales de una acción dependiendo de si la acción fue buena o mala.
Maureen Sie (Moral Hypocrisy and Acting for Reasons: How Moralizing Can Invite Self-Deception) argumentaba “lo extendido que está y lo importante que es el ‘deseo de parecer que actuamos moralmente’ y, como resultado de ello, que etiquetar las cosas como ‘morales’ o sugerir que algo es ‘lo moral que hay que hacer’ [o que opinar, pensar] tiene un enorme impacto en nuestra autocomprensión, autoinformes y acciones”. Y agregaba que basta con calificar un principio de “moral” para influir sustancialmente en la gente, aunque no aceptemos ni debamos aceptar ese principio en nuestra práctica cotidiana.
El ordenamiento cronológico de hechos parece un dispositivo básico para trazar un derrotero causal. Así, quienes, habiéndose convencido a sí mismos, o no, de la “justicia” de una “causa” – es decir, habiéndose comprometido de una u otra manera con su apoyo -, pretenden persuadir al público de su postura, habrán de alterar la secuencia temporal toda vez que esta eche por tierra el entramado de culpas, víctimas y virtudes.
Narración, dios mediático del embeleco
En su trabajo Narrative Economics, Robert Shiller refería que el cerebro humano siempre ha estado muy atento a las narraciones, ya estuviesen estas basadas en hechos (o en distintos grados de verdad) o no, para justificar las acciones en curso. Las historias, decía, motivan y conectan las actividades con valores y necesidades profundamente arraigados. De ahí que el marco en el que se presenta este conflicto sea el de víctima vs victimario (y las variaciones “expulsado” vs “ocupante”, “discriminado” vs. “racista”, etc.).
No en vano, el propio Shiller apuntaba que “la mente humana parece tener un interés intrínseco en las conspiraciones, una tendencia a formar una identidad personal y una lealtad a los amigos construida en torno a las conspiraciones percibidas de otros”. Amén de que “también hay que tener en cuenta que las historias tienden a ser estratégicas, afinadas por [las] partes interesadas”.
No es de extrañar, pues, que quienes pretenden incidir sobre la opinión de la sociedad, quienes buscan imponer un relato sobre un tema dado, recurran a la narrativa como herramienta no tanto de comunicación, como sí de imposición.
En este sentido, Dahlstrom explicaba que la narración tiene la habilidad de proporcionar nuevos de modelos de comportamiento a menudo sin el mismo nivel de resistencia cognitiva al que se enfrentan otros tipos de persuasión. Y es que, según el autor, los estudios sobre persuasión narrativa sugieren en general que las narraciones proporcionan una experiencia emocional que puede dar lugar a la implicación o identificación con los personajes, reducen la capacidad del receptor para construir contraargumentos y facilitan una integración más fácil en la memoria que la información basada en argumentos.
Y como somos y nos relatamos, en un espacio y un tiempo dados que se encuentran entretejidos, es inevitable que cronología y narración estén íntimamente ligadas – acaso, la segunda lo está necesariamente de la primera.
No es de extrañar, por tanto, que, como advirtiera John Pier (The Configuration of Narrative Sequences), la secuencia narrativa sirva para poner de relieve el patrón de relaciones cronológico-causales de transformación de un estado inicial a un estado final. De manera que, tal como explicaba Tzevatn Todorov: “Una narración ideal comienza con una situación estable que se ve perturbada por alguna fuerza. De ello resulta un estado de desequilibrio…”.
La narración ideal en este caso parece ser la de un Israel que “ataca”, “bombardea”, en primerísimo lugar de la secuencia narrativa. Es este estado, se sugiere – cuando, directamente, no se explicita – quien perturba la estabilidad, por mínima y precaria que esta sea.
La narración ideal, siguiendo Larry Griffin (Narrative, Event-Structure Analysis, and Causal Interpretation in Historical Sociology), es aquella que es seguida, no verificada.
En tanto que Buchanan y Dawson citaban a Yiannis Gabriel apuntando que: “Como el argumento o el objetivo de las historias es persuadir, la verdad está subordinada al propósito…”.
El Olimpo de la mitología mediática
“… a algunos otros no les interesa siquiera contar los hechos, sino contar que los cuentan: mostrarse, masajearse el ego, la pose”, Augusto Roa Bastos (Yo el Supremo)
Los “dioses” mediáticos cuentan la historia de quienes los invocan; es decir, las motivaciones que llevan a solicitar su intercesión: quienes frecuentan la solicitud de sus favores no pueden sino dejar expuestos sus hondas pulsiones.
Cuentan una narrativa que comunica los sentimientos (de superioridad moral, de desprecio a un pueblo concreto) de una parte de la sociedad que, en ese ejercicio en el que se escenifica un falso consenso, la primacía del “sentido común” y la “ética”, pretenden ser como mínimo legitimados como expresión de una inquietud o de un afán honorables.
Elizabeth Bird y Robert Dardenne (Rethinking News and Myth as Storytelling) distinguían entre dos ideas claramente relacionadas: “las noticias como mito” y las “noticias como narración”. Los autores aclaraban que las noticas individuales no funcionan como mitos individuales, sino como un proceso de comunicación, sino que son las noticas como un cuerpo, como un todo, las que pueden funcionar como un mito.
De hecho, señalaban que Kitch demostró papel de las noticias en la ‘religión civil’, durante la cual los periodistas y el público convergen en momentos rituales, donde la audiencia convierte a un hecho dado en formas simbólicas que van más allá del hecho.
Y, como en todo mito, es casi ineludible la invocación de viejos temas y personajes, que unifican a la audiencia alrededor de valores compartidos. ¿Una pista de la mitología en particular que evocada en el marco de este conflicto? ¿Una pista de qué actor juega el papel del malvado?
Mas, el oficiante sin fieles pierde su carácter. El papel de la audiencia no sólo como mera receptora sino como parte creadora de “la historia” toda vez que la llevan, recargada de significado, a sus círculos con afán misionero. No en vano, un estudio mencionado por Bird y Dardenne sitúa a los consumidores de noticias en línea como ‘fans’ que dan vida a las noticias por medio de debates. El estudio, proseguían, “muestra que las audiencias ven ‘la historia como algo que va más allá de los acontecimientos ‘noticiosos’ específicos, sino también sobre los presentadores de las noticias, las apariciones de los políticos y los puntos de vista opuestos de otros miembros de la audiencia”.
Lo que parece, no es
“… el periodismo de manada y el bombo informativo funcionan como procesos que se refuerzan a sí mismos, en los que el encuadre inicial de un tema estructura y alimenta la información posterior”. Guus Bartholomé, Sophie Lecheler, Claes de Vreese (Manufacturing Conflict? How Journalists Intervene in the Conflict Frame Building Process)
Decía Baudrillard que nos encontramos en una lógica de la simulación que nada tiene que ver con una lógica de los hechos y un orden de razones. La simulación se caracteriza por una precesión del modelo, de todos los modelos en torno al mero. Los hechos, sostenía, ya no tienen trayectoria propia, surgen en la intersección de los modelos. O, podría decirse, de la necesidad puntual.
Lo que resulta es una suerte de “conflicto interactivo” donde los periodistas no sólo informan (o no informan, a secas), sino que intervienen promoviendo el mensaje de una de las partes; donde las audiencias participan a través de las redes, de ONG o “movimientos” que se dicen pro-esto, pero son anti-aquello, en realidad (torpe disfraz). Una suerte de “escriba su propio conflicto” – aunque lo que escriben no es, ni mucho menos, una verdadera elección, sino, como en los libros, algo ya redactado (una suerte de “elige tu propia aventura” donde los caminos, que responden a una motivación muy clara, conducen todos a una misma emoción)
Parafraseando a Bird y Dardenne, el liderazgo palestino – a través de organizaciones afines, no pocas comisiones de organismos internacionales – ha logrado proveer en exclusiva los términos y los marcos que se han utilizado como eje para la “narrativa” del conflicto. Una amplísima mayoría de medios de comunicación, utilizándolos constantemente, los ha naturalizado y los ha convertido por tanto en una “verdad”. El término (mentido) “nakba”, o “territorios palestinos ocupados”, “colono israelí”, etc., son ahora parte del lenguaje cotidiano, y lo que evocaban resultaba tan convincente, que los mismos medios que lo coadyuvaron para que se convirtiera en algo usual, cargado de simbolismo moral, se abocan a cubrirlo una y otra vez más.
Cabe preguntarse, a qué reaccionará más la audiencia – moralizante, enconada, horrorizada –, ¿a la realidad o a la simulación? Es decir, ¿a la realidad o al ritual de señalamiento – que no es otra cosa que una ceremonia de afirmación de la propia virtud?
Y, ¿cuánto tardará la necesidad de la superioridad moral de alimentarse con nuevos objetivos?