“No es un evento, es una pieza noticiosa”. Charles Maurice de Talleyrand
A partir de mediados del siglo pasado, las audiencias – postulaba el historiador Daniel Boorstin (The Image: A guide to pseudo-events in America) – comenzaron a esperar más noticias de los medios – sobre todo, y acaso sin ser del todo consciente de ello, como una forma más de entretenimiento, a veces no carente de cierta escabrosidad. Esto, aventuraba, era un síntoma de otro cambio: la actitud hacia “cómo la vida puede ser amenizada, hacia nuestro poder y el poder de aquellos que nos informan, educan y guían, para proporcionar acontecimientos sintéticos que compensen la falta de acontecimientos espontáneos”. Sucesos que, además, serán idóneos para disimular o acallar otras cuestiones…
A estos sucesos sintéticos, Boorstin los denominó “pseudo acontecimiento”, en los que, consideró, es el periodista el que otorga al acontecimiento su fuerza en la mente de los lectores: “El poder de hacer noticiable un acontecimiento es, por lo tanto, el poder de generar experiencia”. Y la manera en que se informe del suceso marcará la experiencia que el lector se haga del mismo. O, dicho de otra manera, la forma en que se omita delineará la imagen que se la audiencia tenga sobre el asunto.
Acaso no exclusivo de estos tiempos, aunque tal vez sí más acabadamente, haya venido a sumarse a lo esto la primacía de los sentimientos sobre las razones, sobre los hechos – y el análisis de estos. Así, “informar” parece cada vez más el acto de evaluar públicamente las propias emociones e intereses sobre un suceso dado, un sujeto o un ente; en lugar del asunto en sí (con sus matices, con su contexto, con sus etcéteras variopintos). El periodismo del “yo”: “Yo”, moralmente superior. Claro que la moral que suplanta al conocimiento no sólo no es tal, sino que pertenece más al terreno del dogma, y, claro, de la obediencia que este busca.
Los hechos pasan así, con suerte, a formar parte del material en el que basarse tenuemente; a partir del cual se exaltarán o crearán emociones, se resaltarán y reiterarán características (a veces reales, las más de las veces, manipuladas o, directamente, fabricadas) que, se pretende, son colectivas e inalterables. A partir de las sensibilidades estimuladas, y de una “memoria” ya establecida en ese sentido – la repetición ofrece la percepción de valor informativo -, la audiencia juzgará, evaluará, el tema o el actor.
Así, en realidad, ya no estaríamos siquiera ante un pseudoacontecimiento, sino ante una “emoción pseudoinformativa”.
“Fantasías animadas de ayer y hoy” presentan…
-¿Cómo lo “saben”?
-Porque lo dicen.
-¿Ya, pero como “saben” lo que dicen?
-Porque lo piensan… O, porque lo sienten… Eso, porque lo sienten. O dicen que lo sienten… Como sea, una vez dicho, escrito, ya no hay pero que valga. Decirlo es concretarlo y, a la vez, demostrarlo. Implantarlo en el plano de lo real. QED.
¿Qué hay más sencillo que dar cuenta de lo que está en nosotros?
De manera que la emocionalidad es más sencilla de recrear que los hechos (sin las mezquindades de la omisión y la falta de verificación), y, a su vez, más fácil de memorar y ejercer para la audiencia. Apenas si basta una apelación a tener “corazón” acompañada de unos eslóganes o de unos estereotipos que, por otra parte, suelen ya ser harto conocidos: ¿quién no ha oído una brutal y burda generalización tajantemente negativa sobre los judíos alguna vez? ¿Y una idéntica, pero sobre Israel?
Esta no es la época de la razón, se está diciendo o sugiriendo o pretendiendo: eso de pensar y ahondar no está bien visto: qué clase de frialdad es esa, por favor. Que el “conocimiento” está en uno mismo. Aquí mismo. No, ahí no, aquí, en el pecho. Más a la izquierda. Menos. Sí, ahí, donde algunos se golpean por orgullo o por piedad o porque les pica.
Así que el análisis y el pensamiento crítico quedan en el camino – innecesaria carga, molesta presencia. La historia también, qué tanto. Bueno, acaso le se le pueden sacar algunas páginas para utilizar como material creativo.
-¿Y qué queda?
-El asentimiento colectivo, la adoración de la sensibilidad como “intelecto” …, adiestradas las mismísimas emociones: todos sintiendo lo mismo.
-La muchedumbre sensiblera.
-Eso mismo… Las emociones, así, no son otra cosa que un atajo para evitar las responsabilidades, para esquivar los hechos y, sobre todo, para no tener que pensar en términos morales.
-La moral sensiblera.
-¿No tienes otra palabrita para acompañar tus observaciones?
-Hombre, tengo muchas, pero ninguna como esa, que parece quedar bien en donde se la ubique; tan dócil, tan adaptable, ella.