Como con los otros demagogos – los “usuales” -, el truco también está en la exageración de la ejecución del guion (y de su encuadre) y en la repetición de la imagen que pretende instalarse (Israel/israelíes/sionistas – judíos – “colono/s”, “apartheid”, “ocupante/s”, “opresor/es”, “violador/es del derecho internacional”, etc.). La repetición sustituye a la razón, al conocimiento, a lo hechos, y crea el engaño de la “validez”, del “consenso” de lo dicho. Pero este demagogo – es decir, la voz que le sale a gran parte de la “información” -, juega con una ventaja: no precisa de mucho tiempo para que la repetición haga su trabajo: siglos tras siglos de acusaciones similares o idénticas contra los judíos han dejado una impronta imborrable, una creencia asimilada; con lo que la transferencia entre Israel y judíos y viceversa no necesita ningún esfuerzo, ningún guiño elaborado. Todos saben de qué se habla sin necesidad de pronunciarlo.
El núcleo del discurso
“Tú eres moral porque odias a los judíos” es una frase difícil de digerir, incluso para las masajeadas emociones, para los revitalizados egos. “Tú eres moral porque estás contra Israel” es otro cantar. Sobre todo, si antes se instaló (casi como una doctrina) exitosamente la facilitadora e intermediaria dicotomía palestino “víctima” vs. Israel “victimario” (y todo el repertorio de definiciones caricaturescas, banalizadoras, falaces, etc.).
Aquí el demagogo ya no es como el otro. Porque aquí parece ofrecer, ante todo, un servicio diferente: el de una suerte de escenógrafo, de adaptador al presente de una “obra” que está desfasada pero que todos se saben de memoria y quieren seguir representando. Aquí hay una complicidad, casi una truculenta colaboración entre demagogo y “embaucado”: ambos se creen (o hacen que creen) sus papeles; ambos vehiculizan los productos del ego o de la inseguridad: el odio.
Pues, en definitiva, esta “información” parece satisfacer a un buen número de lectores que, en realidad, no van al texto buscando información, sino confirmación (aquella que, como se señalara, fabrica la repetición): van buscando la justificación de su antipatía, recelo o inquina que precede a todo conocimiento sobre Israel y el conflicto. Van al medio de comunicación (al demagogo) como van a una adivina: a ver a sus miserias recompensadas con una palmadita; la que no sólo dice que eso no es nada, sino que asegura que esas que lleva a cuestas no son miserias, que son aciertos, virtudes: “¿Acaso no ve lo que dice aquí en este artículo?; andan atacando a diestro y siniestro; son un obstáculo para la paz de Medio Oriente; pero qué digo Medio Oriente, para el mundo; bah, como siempre…”).
Lo que estos lectores encuentran en las páginas de ciertos periódicos, radios, televisiones, suele satisfacer esa particular demanda. Acaso, cada vez más. Porque, como aquel otro demagogo, este se crece cuando siente la aquiescencia y el aplauso de sus seguidores. Y, con ello, algo de su discurso cambia: si antes recurría a ciertos eufemismos, quizás ahora no lo haga más; si antes se cuidaba de decir ciertas arbitrariedades, ahora las expresa sin pudor, y si antes entrecomillaba e identificaba declaraciones – las más de las veces, fabricaciones, propaganda – de aquellos con los que convenía (es decir, con los líderes palestinos y los portavoces de ciertas ONG), ahora las hace suyas. Es como si, en el fondo, el demagogo quisiera ser descubierto por los suyos. Pero en este caso, no como un farsante, sino como confirmado adalid, un héroe moral.
En esencia, se trata de un demagogo que le dice – indirectamente (mediante alusiones, eufemismos, distorsiones, viejos clichés y, sobre todo, mediante el disimulo de la “causa palestina”), y cada vez más, directamente – a su audiencia (y a sí mismo) que no es antisemita, que está bien eso que sienten. Que, además, por las dudas, ahí está la tenue e hipócrita coartada de Israel: sois “anti sionistas”, les dice (y se dice) a sus lectores, “es decir, sois íntegros”. Porque el antisemitismo, pasado por el tamiz del “activismo por los derechos humanos” y de la “responsabilidad moral”, queda convertido en una virtud, en una propiedad positiva. “No era odio – dice sin decirlo el demagogo – el de nuestros mayores, era acierto (demasiado vehemente, quizás, pero cómo culparlos): las vísceras no se equivocan”, les dice, deshaciendo la vergüenza y el escrúpulo.