Es, entonces, preciso que el “otro” sea impuro, injusto, cruel, siniestro, para que el “nosotros” y el “yo” sean lo contrario. Este “espejo”, obviamente, es manipulable (esta es, de hecho, condición sine qua non), puesto que es el que mira quien introduce la descripción que ha de recibir de vuelta mutada en su antítesis. Sencillo ardid, el de decir, como quien pronuncia un encantamiento, que el “otro” es la acabada y fatal expresión del mal, para convertirse asíen la cabal y benévola expresión del bien, de la rectitud. Pero…
Siempre hay un pero. El artilugio a través del cual mediocres, inseguros, ruines, abyectos, sin más esfuerzo que el de enunciar (una difamación, una demonización), pretenden convertirse en lo que no son, los deja como al rey desnudo aquel de la fábula; es decir, igualmente mediocres, inseguros, etc. – o, peor aún, más despreciables que antes. Sólo ellos ven las nobles características que se proporcionan a sí mismos por esa vía indirecta: la única, por demás, para quienes el esfuerzo y el mérito les repele, para aquellos a los que sólo les queda el recurso del engaño (el propio en un principio; el colectivo si logran contagiar de infamia al resto de la sociedad).
Un engaño que, sin embargo, los conduce a actuar sobre la realidad, sobre el “otro” “convertido” en las denostaciones varias que le han adherido. Porque quien pretende creerse tal embuste, ha de creer en el “espejo”: es decir, ha de creer por fuerza que el “otro” (que refleja la imagen pretendida), realmente posee los atributos que se le asignan. De otra manera, el conjuro no funciona. De ahí al odio, pues, ni un paso media; porque este, de hecho, ya fue dado en el instante en que se le asignó la primera infamia al “otro”; o incluso antes, cuando se le arrebató la individualidad, la singularidad, para convertirlo en sintética otredad que sirviera para encolar con embustes.
El judío (como universalidad) ha sido reducido a hiperbólicos y repulsivos estereotipos, libelos, vicios yvilezas que lo han convertido en el paradigma de la maldad, de todo aquello que se estima que está mal en el mundo. El judío es el sospechoso y el culpable habitual, el colectivo sacrificial (en los hornos naziso en los pogromos rusos), el chivo expiatorio, la cabeza de turco; la presencia que sobra, que estorba (aquí no, iros, raus; pero tampoco allí, ni más allá); el pueblo al que es admisible hurtarle hasta la historia – después de todo, seguramente también eso deben haber robado.
Dos milenios de esta práctica perversa han dejado como resultado las muestras más acabadas de sordidez humana, de la perversa aplicación de la razón a los despiadados caprichos de la sinrazón. Dos milenios de un odio que, cuando parece remitir, vuelve a resurgir esgrimido por las culturas y en los ambientes más disímiles. Dos milenios que, para muchos, han transformado en una “verdad” (o, al menos, en una “verosimilitud”) las fórmulas del desprecio atribuidas: tanto se ha repetido por tantos, que parece engendrar un “consenso verificador”. Dos milenios… Y las palabras de Theodor W. Adorno (La educación después de Auschwitz – conferencia pronunciada en abril de 1966) parecen pronunciadas ayer nomás:
“La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación. Hasta tal punto precede a cualquier otra que no creo deber ni poder fundamentarla. No acierto a entender que se le haya dedicado tan poca atención hasta hoy. Fundamentarla tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de lo sucedido. Pero el que se haya tomado tan escasa conciencia de esa exigencia, así como de los interrogantes que plantea, muestra que lo monstruoso no ha penetrado lo bastante en los hombres, síntoma de que la posibilidad de repetición persiste en lo que atañe al estado de conciencia e inconsciencia de estos. Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente en comparación con este: que Auschwitz no se repita. Fue la barbarie, contra la que se dirige toda educación. Se habla de inminente recaída en la barbarie”.
Dolorosamente actual. Porque la descripción introducida en el mecanismo que ha de emitir su opuesto, sigue siendo, salvo pequeños afeites, la misma que en la edad media, la misma que en 1933; que se dice – y se escucha – como si la barbarie no hubiese sucedido (o no hubiese tenido nada que ver con el acto de pronunciar la sentencia que habría de desencadenarla o posibilitarla), o como so lo hubiese hecho cuando el hombre recién comenzaba a ser hombre, aún lastrado de atavismos salvajes. Se dice y se escucha con la disculpa de nuevas coartadas que vuelven a hacer verosímil el engaño. Un fraude que conduce, siempre, al horror. Porque primero es el verbo. Así, Víctor Klemperer (The Language of the Third Reich) apuntaba que en la Alemania de los años 1930 y 1940 “el nazismo impregnó la carne y la sangre del pueblo a través de palabras sencillas, expresiones idiomáticas y estructuras de frases que se les impusieron en un millón de repeticiones y que fueron asumidas mecánica e inconscientemente”.
Cada palabra, cada falsificación, cada injuria van configurando la acción. Es decir, la palabra es, en sí, ya parte inseparable de la acción. Y es que, tan completa y ensañada es la degradación del “otro”, del judío, que cada vez se lo termina conformando como una impureza absoluta que, a su vez, “proporciona” las bases (exige) para la actuación profiláctica que erradique, además, los indicios de falta, es decir, de culpa, de quienes se colocaron ante el “otro” para hermosearse con afables e indulgentes imágenes, sabiendo o sin saber que tal infame ejercicio terminan siempre en envilecimiento y atrocidad.