En el breve relato de marras, Micromegas, un viajero espacial y filosófico oriundo de la estrella Sirio, arriba primeramente a Saturno, de donde parte con un morador local (un enano comparado con sus medidas hiperbólicas) para llegar a la Tierra.
En nuestro planeta (nótese el petulante e inconcebible posesivo), a primera y apresurada vista, todo les pareció de una inhabitada, uniforme y rotunda mediocridad (un poco como ciertas coberturas del conflicto árabe-israelí: con sus silencios, similitudes y chaturas).
El enano decidió luego que no había vivientes en la tierra, y su razón primera fue que no había visto ninguno. Micromegas le dio a entender con mucha urbanidad, que no era fundada la consecuencia; porque, le dijo, con vuestros ojos tan chicos no veis ciertas estrellas de quincuagésima magnitud, que distingo yo con mucha claridad. ¿Colegís por eso que no haya tales estrellas? Si lo he tentado todo, dijo el enano.
Lo que me fuerza a creer de veras que no hay vivientes en él, es que ninguno que tuviese razón querría habitarle.
De manera análoga, los corresponsales en español que llegan a Israel lo hacen con los ojos inadecuados de ver prejuicios y de incluso apoyar causas como la del BDS (que esencialmente aboga por el fin del Estado judío, ni más ni menos). Y al parecer, lo que se encuentran a su arribo a dicho estado, son colegas que se han apegado, antes que ellos, a esa miopía tan particular: no ve (e invisibiliza para las audiencias) ciertas realidades palestinas, mientras que, contradictoriamente (o, más bien, consecuentemente), ven aumentadas (y amplían para los lectores) ciertas nimiedades israelíes.
Así llegan, pues. O parecen hacerlo. Las coberturas no parecen indicar nada distinto.
Convencido el Saturnino de que estaba habitado nuestro mundo, se imaginó luego que solo por ballenas lo estaba; y como era gran argumentador, quiso adivinar de donde venia el movimiento a un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y libre albedrío.
Es decir, ante una evidencia, el enano va más allá de lo evidente aunque suponga que lo visto es lo único (sobre todo contando el antecedente de haber descartado existencias anteriormente sólo por su limitación visual). El enano se interroga y concluye que esa evidencia es apenas el principio. Que no debe ser llevado a engaño. De hecho, cuando finalmente el saturniano y Micromegas dan con humanos viajaban estos en un barco por el Báltico el Saturniano de un extremo de confianza al opuesto de credulidad, se figuró que los estaba viendo ocupados en la propagación. Ah, dijo el Saturniano, cogida tengo la naturaleza con las manos en la masa’. Le engañaban empero las apariencias, y así sucede muy frecuentemente, cuando uno usa y cuando no usa microscopios.
Pero los intrépidos periodistas (o una buena mayoría) que cubren en español el conflicto mencionado, pocas veces realizan el salto del enano de la evidencia, de la pista, del trocito de hecho, al interrogante, a la búsqueda. Y ello porque ni un accidente (ni siquiera el de encontrarse con una conexión a internet, que tanto ofrece: entre ello, información con la que los desdichados profesionales nunca parecen toparse) puede llevarlos a ver lo que, en realidad, no quieren ver.
De esta manera habitan una voluntariosa credulidad que da por buena toda declaración, apariencia de acción, que les permita redactar una crónica que diga/recuerde/machaque Ya se sabe, lo hemos dicho tantas veces. Tantas como errores y omisiones y hasta invenciones de los que hemos dado cuenta en ReVista. Pero hala, que no sea por no repetirlo, que diga/recuerde/machaque, una vez más, Israel es esencialmente el gran culpable. Algo así como un malo universal que a todos afecta. Algo así como Ostras, como el judío para los antisemitas de todas las épocas.
Pero volvamos una vez más al texto de Voltaire.
Ante la inteligencia o la razón que demostraban los hombres ante los visitantes planetarios, Mircomegas dice:
Ya veo que nunca se han de juzgar las cosas por su aparente magnitud.
Que bien podría parafrasearse o generalizarse así (un poco de Perogrullo): no se han de juzgar las cosas por lo que parecen, por la impresión que nos provocan. Y no está demás añadir, ni por a través de los prejuicios que cada uno porta, ni por lo que partes (muy) interesadas dicen sobre esas cosas haciendo las veces de traductores/modificadores de la realidad.
Micromegas y su compañero tenían intacta la capacidad de asombrarse (es decir, de interesarse, de indagar, de aprender), o al menos no del todo comprometida. Sus preconcepciones se deshacían rápidamente ante la evidencia.