“Como fantasma de un espectro vuelvo
A este mundo con mi experiencia que ya no sirve.
Me abruma
Atestiguar cómo todo ha cambiado hasta la irrealidad;
Cómo fantasía alguna fue capaz
De imaginar cuanto hay ahora, todo lo que es
―Y desde luego nadie esperaba”.
José Emilio Pacheco, Irrealidad
A la manera de la novela Uno ninguno cien mil de Luigi Pirandello, la justicia argentina (escrita en minuciosa minúscula) se enfrentará a sus imperfecciones; pero no a las banales, como en la obra del escritor y dramaturgo italiano; sino a esas que le crecen por todos lados, como grietas y discontinuidades evidentes y grotescas.
¿O acaso, no hay una justicia, sino ninguna, o, lo que es lo mismo, cien mil?
¿Se habrá mirado algún juez – cualquiera – al espejo y habrá visto 85 rostros creciéndole en el suyo, como 85 fragmentos de la realidad?
Probablemente no. Acaso, la mayor parte de los argentinos situados frente su reflejo no encuentren motivos para recriminarse el olvido que la propia bomba suministró, matando dos veces a sus víctimas.
Otro dramaturgo, el irlandés Samuel Beckett en este caso, parece prestar las voces de los personajes de su obra Esperando a Godot para una espera desesperada que es muy real, y que la propia justicia, los políticos y una gran mayoría de ciudadanos observa como si se tratara, justamente, de una obra de teatro; de algo infinitamente ajeno.
Así, cualquiera de los 85 asesinados el 18 de julio de 1994 a las 9.53 de la mañanaen la ciudad de Buenos Aires podría ser Vladimir o Estragón o ambos.
ESTRAGON (renunciando de nuevo): No hay nada que hacer
VLADIMIR (se acerca a pasitos rígidos, las piernas separadas): Empiezo a creerlo. (Se queda inmóvil) Durante mucho tiempo me he resistido a pensarlo, diciéndome, Vladimir, sé razonable, aún no lo has intentado todo. Y volvía a la lucha. (Se concentra, pensando en la lucha. A Estragon)
[…]
VLADIMIR: ¿Y si nos arrepintiésemos?
ESTRAGON: ¿De qué?
VLADIMIR: Pues… (Piensa) No sería necesario entrar en detalles.
ESTRAGON: ¿De haber nacido?
[…]
ESTRAGON: Delicioso lugar. (Se vuelve, avanza hasta la rampa, mira hacia el público) Semblantes alegres. (Se vuelve hacia Vladimir) Vayámonos.
VLADIMIR: No podemos.
ESTRAGON: ¿Por qué?
VLADIMIR: Esperamos a Godot.
ESTRAGON: Es cierto. (Pausa) ¿Estás seguro de que es aquí?
[…]
ESTRAGON: Ya debería de estar aquí.
VLADIMIR: No aseguró que vendría.
ESTRAGON: ¿Y si no viene?
Y Godot, o la justicia – o ese revoltijo de pasillos, veredictos, jueces, fiscales, secretarios y expedientes interminables – no viene. Amaga. Hace de cuenta que sí, que ya llega, que está de camino. Pero no. Sólo es la pantomima de la nada que finge el todo.
Pero, ¿llegará la justicia? ¿O será una imprecisa promesa irrealizable?
Y si lo hace, ¿cuándo llegará? ¿Cuándo los culpables se hayan muerto porque el tiempo impone su sentencia irrevocable? ¿La llamarán “justicia divina”, entonces? ¿Habrá que conformarse con que “al final, todos nos morimos”, generalizando el castigo y, así, borrando el crimen, el delito? ¿Esos son los consuelos vanos, los burdos remedos de justicia que conceden la impunidad y la injusticia?
¿Será eso todo lo que ofrezca la justicia argentina (con una minúscula cada vez más pequeña y desteñida)?
A Estragón y Vladimir, o…
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Fuente:Memoria Activa
… que siguen esperando a Godot, o a la justicia, que cada vez más se parece a una ilusión, a una proyección de los deseos conscientes.
Justicia y memoria
Recordar es, según Jorge Luis Borges (Funes el memorioso) “ese verbo sagrado”. Tal vez ese carácter divino que le adjudica Borges es el que lleva a Elie Wiesel – escritor y académico – a conferirle un idioma propio, una textura propia, una melodía secreta, una arqueología propia; y a asignarle el infortunio – porque “también pude lastimarse, robarse y avergonzarse” – del cual los humanos han de rescatarlo, impidiendo que se convierta en algo barato, trivial y estéril. Es sagrado, digno de veneración, porque ese verbo – ese acto de recordar -, según Wiesel, “significa dar una dimensión ética a todos los esfuerzos y las aspiraciones”.
Blanca Álvarez Caballero, de la Universidad Autónoma del Estado de México decía, en su ensayo Entre el recuerdo y el olvido: un estudio filosófico-literario de la memoria en la poesía de José Emilio Pacheco, que:
“El recuerdo se sitúa en el terreno de la vivencia retomada del pasado hacia el presente, con el fin de forjar identidad personal y colectiva, es decir, de dejar testimonio de la historia humana de manera lo más objetiva posible, por lo que busca recurrir a la narración concreta y cronometrada de hechos reales, esto es al terreno de la objetividad del ser; en tanto el olvido se ubica en el terreno del no ser, el de los hechos nulificados en la mente. Ésta es la visión tradicional de uno y otro concepto”.
Sin la memoria, sin esa dimensión ética de Wiesel, sin ese fundamento de lo identitario, pues, será imposible aspirar a la justicia. Porque lo contrario del recuerdo, de la memoria, el olvido, supone una cesación, una cancelación de lo pasado; supone dejar de tener en cuenta un hecho, una humanidad. No en vano, Diego Quintana de la Uña”(El Síndrome de Epimeteo, Occidente la cultura del olvido) define a este síndrome de Epimeteo como el “del hombre que se olvida del hombre, el síndrome que antepone lo accidental al ser, lo secundario a lo principal”.
Y es que el olvido es como la resaca del crimen, como la repetición persistente del 18 de julio de 1994 a las 9.53 de la mañana, de la desesperación, del dolor, del no saber, del saber, por fin, que aquel o aquella por los que se preguntaba ya no tienen más respuestas ni palabras para pronunciar.
El olvido, así, es el ensañamiento con las víctimas y sus familiares. Y la impunidad, una forma terrible y cínica de olvido: la indiferencia acostumbrada, la arbitrariedad consuetudinaria que promulga la injusticia.
Las víctimas del atentado contra la sede de la AMIA han pasado a ser actores secundarios, terciarios: la causa hoy es un intercambio de acusaciones, de señalamientos de culpabilidades. La causa parece sumida en la banalidad política de las chicanas y los ajustes de cuenta. El olvido carcomió los nombres y los rostros junto a las fojas de una causa truncada y otra estancada y convirtió a las víctimas en meros medios para unos fines que no tienen en cuenta la reparación de los daños, del dolor.
Y la injusticia con las víctimas, parafraseando al historiador y político francés Adolphe Thiers, sigue produciendo una descendencia digna de ella: la impunidad de los perpetradores y sus cómplices y el desinterés de una gran mayoría de la sociedad (que parece juzgar que eso le pasó a “otros” por ser, precisamente, “otros”).
Justamente, el filósofo español Manuel Reyes MateRupérez aseveraba en una entrevista realizada por Fedicaria Asturias, que:
“La respuesta filosófica a la injusticia irreparable causada a las víctimas, es mantener la viva en la memoria de la humanidad, en no darla por prescrita mientras no sea saldada. La injusticia cometida sigue vigente, con independencia del tiempo transcurrido y de la capacidad que tengamos para reparar el daño causado”.
En definitiva, hacerle frente, desde la conmemoración, a ese olvido que parece ir mordiéndole la posibilidad de, en palabras de Reyes Mate, reparación de lo reparable, de memoria de lo irreparable; y con ello, la posibilidad de forjarse una identidad colectiva integradora, fundada en lo justo, en lo ético, en el conocimiento y la sensibilidad que permita la identificación con los demás.
Porque sin memoria, en definitiva, sólo puede existir un hoy sin consecuencias. Y porque, como sostiene el propio Reyes Mate (Tratado de la injusticia; XX Conferencias Aranguren), la memoria es justicia. Algo que entendió bien el filósofo alemán Max Horhkeimer, cuando escribió que:
“… el crimen que cometo y el sufrimiento que causo a otro sólo sobreviven, una vez que han sido perpetrados, dentro de la conciencia humana que los recuerda, y se extinguen con el olvido. Entonces ya no tiene sentido decir que son aún verdad. Ya no son, ya no son verdaderos: ambas cosas son lo mismo”.
Reyes Mate concluía que sin memoria es como si la injusticia no hubiera ocurrido nunca y el mundo pudiera organizarse como si la barbarie no hubiera tenido lugar.
Por lo tanto, si no hubo injusticia, no hay necesidad de justicia – que, según John Rawls, es precisamente el fundamento moral de la sociedad, que se legitima en tanto en cuanto se basa, justamente, en principios de justicia.
Ante el “arrebato de significación que plantea o supone el olvido”, el filósofo español explicaba que “la memoria se sitúa en el punto exacto de la Historia en el que algo impensable para los cánones convencionales del conocimiento ocurre y en vez de dejarlo ir por el sumidero de la Historia, es rescatado por una categoría que lo eleva a la condición de lo que merece ser pensado, de lo que da que pensar. Esa es la memoria”.
Por ello, sostenía Reyes Mate, con la memoria se puede construir el futuro y además conocer mejor la realidad. Pero, advertía que hay algo más: el deber de memoria, la memoria como deber. Porque el antídoto contra la repetición de errores, de horres, es la memoria.
“La memoria, al retrotraernos a lo que da que pensar, se aproxima a la figura del ‘acontecimiento’ en la filosofía de Alain Badiou. Hay acontecimientos, dice este autor, tan cargados de significación que no encajan en esquemas interpretativos previos sino que se convierten en lo que da que pensar. La memoria se hace cargo de eso impensable por el conocimiento pero que, al haber tenido lugar, da que pensar”.
La memoria permite hacer visible lo que, o bien se ha tornado invisible, o aquello que está difuminando: en este caso, las víctimas del atentado terrorista contra la sede de la AMIA. De esta manera, es, como proponía Reyes Mate, un imperativo categórico que aúna experiencia y conocimiento.
Como en una imagen borgiana de la memoria, las formas inconstantes y espejos rotos que esa bomba esparció como escombros, reducidas las vidas a un conjunto de “cosas”, de conceptos, como mucho, a fragmentos que la memoria colectiva – que parece reservar para atesorar alineaciones de equipos de fútbol – va ofrendando al olvido.
Suena la campanilla.
SR. SMITH:
– Llaman.
SRA. SMITH:
– Yo no voy más a abrir.
SR. SMITH:
– Sí, pero debe de ser alguien.
SRA. SMITH:
– La primera vez no había nadie. La segunda vez, tampoco. ¿Por qué crees que habrá alguien ahora?
SR. MARTIN:
– ¡Porque han llamado!
SRA. MARTIN:
– Ésa no es una razón.
SR. MARTIN:
– ¿Cómo? Cuando se oye llamar a la puerta es porque hay alguien en la puerta que llama para que le abran la
puerta.
SRA. MARTIN:
– No siempre. ¡Lo acaban de ver ustedes!
SR. MARTIN:
– La mayoría de las veces, sí.
SR. SMITH:
– Cuando yo voy a casa de alguien llamo para entrar. Creo que todo el mundo hace lo mismo y que cada vez que
llaman es porque hay alguien.
SRA. SMITH:
– Eso es cierto en teoría, pero en la realidad las cosas suceden de otro modo. Lo has visto hace un momento.
SRA. MARTIN:
– Su esposa tiene razón.
SR. SMITH:
– ¡Oh, ustedes, las mujeres, se defienden siempre mutuamente!
SRA. SMITH:
– Bueno, voy a ver. No dirás que soy obstinada, pero verás que no hay nadie. (Va a ver. Abre la puerta y la cierra de
nuevo.) Ya ves que no hay nadie. Vuelve a su sitio.
SRA. SMITH:
– ¡Ah, estos hombres quieren tener siempre razón y siempre se equivocan!
Se oye llamar otra vez.
SR. SMITH:
– Llaman de nuevo. Tiene que ser alguien.
SRA. SMITH (con un ataque de ira):
– No me mandes a abrir la puerta. Has visto que era inútil. La experiencia nos enseña que cuando se oye llamar a la
puerta es que nunca está nadie en ella.
SRA. MARTIN:
– Nunca.
SR. MARTIN:
– Eso no es seguro
¿Diálogos como este de La cantante calva de Eugene Ionesco tendrán lugar en los tribunales argentinos, entre los políticos y pensadores, en los cafés?
– Hubo un atentado. Hubo asesinados.
– Bueno, pero eso no siempre quiere decir que hubo un crimen.
– Pero en este caso sí… Fue hace… mucho
– ¿Más de diez años?
– Sí… casi seguro que sí…
– Olvidado, entonces.
– ¿Qué cosa?
– La formación de Deportivo Lete de 1994.
– Sí, muy olvidable…
Mientras tanto, en algún lugar de la ciudad de Buenos Aires, un familiar, un amigo, alguien de los que aún rememora, repite la frase de Salvatore Quasimodo: “Mi soledad se queda a recordarte”.